pocos días que dé inicio el proceso de evaluación para el ingreso al Servicio Profesional Docente –a realizarse el 12, 13 y 19 de julio en todo el país–, la presidenta del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), Sylvia Shmelkes, señaló a este diario que dicho proceso será sumamente vigilado
y contará con la presencia del Ejército en el resguardo y traslado de las pruebas, así como con el apoyo de observadores
incluso en los sanitarios de los centros de aplicación, a efecto de evitar que se trafique
con las respuestas.
Es verdad que en cada aplicación de exámenes de evaluación magisterial se hacen numerosas denuncias –formuladas, por lo general, por integrantes del magisterio disidente– sobre la venta de respuestas entre incondicionales de la cúpula que domina el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, y que ese descontrol constituye uno de los principales focos de descrédito de los procesos de auscultación docente emprendidos por las autoridades educativas.
No obstante, las medidas esbozadas por el INEE, lejos de dar seguridad sobre la imparcialidad y transparencia del proceso referido, constituyen un gesto de intimidación e incluso de criminalización hacia los integrantes del magisterio que han venido pronunciándose en contra de la evaluación referida por afectar sus derechos laborales. Si de por sí ese amplio sector del magisterio ha sido satanizado por el discurso oficial, la militarización del proceso de evaluación docente equivale a una negativa rotunda del gobierno federal a aceptarlo como interlocutor y a reconocer la discrepancia como un elemento inseparable de la política.
Por otra parte, la acción tiene una carga simbólica inocultable en la medida en que pone en perspectiva la paranoia a que ha llegado el gobierno en la aplicación de un modelo de evaluación docente cuestionado desde hace muchos años, y exhibe el germen de un totalitarismo orwelliano e indeseable en el México contemporáneo. En efecto, resulta difícil imaginar una medida más ajena al espíritu democrático que supuestamente priva en el grupo gobernante que la propensión a militarizar eventos como los exámenes referidos, y a imponer medidas de vigilancia y observación
que asemejan al implacable régimen de 1984. Dicha conducta, por si fuera poco, plantea factores de riesgo para el magisterio y para la objetividad del propio proceso de evaluación, en la medida en que abre márgenes de maniobra para la arbitrariedad y el abuso de malos servidores públicos.
Por último, la medida comentada es consistente con la forma antidemocrática e inconsulta como se aprobó la reforma educativa del año pasado. Es revelador, por decir lo menos, que uno de los elementos fundamentales de la referida reforma –la evaluación docente– tenga que ser vigilado e impuesto mediante despliegues de fuerza policiaco-militar ante el rechazo que genera entre las bases magisteriales.
Habría resultado mucho más sencillo y menos riesgoso escuchar en su momento a los docentes y a los especialistas en la materia que han insistido desde hace varios años en la improcedencia de modelos de evaluación estandarizada y punitiva como el que dará inicio en pocos días. Aún es tiempo de que el gobierno corrija, en el ámbito de su competencia, el despropósito de un paradigma de escrutinio magisterial a todas luces desacreditado y caduco.