l secuestro y asesinato de un joven palestino de 16 años, cuyo cadáver calcinado fue encontrado la madrugada de ayer en un bosque de Jerusalén, derivó en actos de violencia y enfrentamientos entre habitantes palestinos de la porción oriental de esa ciudad (Al Qods) y efectivos policiales de Tel Aviv.
Pese a que las líneas de investigación oficiales no han arrojado hasta ahora ningún resultado en concreto –las autoridades israelíes investigan si se trató de un crimen nacionalista
o de un crimen común
–, entre la opinión pública palestina y árabe-israelí crece la versión de que el asesinato en mención fue obra de grupos judíos radicales, en represalia por el secuestro y asesinato de tres jóvenes israelíes cuyos cadáveres fueron encontrados el martes en Cisjordania.
Con independencia de quién haya llevado a cabo el homicidio referido, resulta poco probable que el único móvil fuera una venganza. Antes al contrario, el evidente ensañamiento con que se cometió, así como el lugar y el contexto político y social en que fue perpetrado, hacen pensar que detrás de ese hecho hay intencionalidad de atizar el conflicto entre palestinos e israelíes, así como de multiplicar y profundizar los factores de encono y la violencia en Medio Oriente. Cabe recordar al respecto que el empleo de asesinatos reales o inventados como medio para tensar divisiones étnicas o nacionales no es un recurso nuevo, y que ha sido utilizado en forma recurrente a lo largo de la historia. Un ejemplo reciente fue la realización de homicidios selectivos con el fin de responsabilizar a los distintos grupos étnicos que integraban la ex Yugoslavia, particularmente a los opositores al régimen de Slobodan Milosevic.
Si semejante recurso ha probado su utilidad en el contexto de sociedades más o menos armónicas, cabe suponer su potencial explosivo en contextos sociales divididos y confrontados como el que componen israelíes y palestinos. Y si bien resulta aventurado responsabilizar por el asesinato referido a alguna de las facciones radicales involucradas en el conflicto, es innegable que la estela de violencia que se ha desatado a raíz de ese crimen termina por favorecer el designio del gobierno de Israel de mantener la ocupación ilegal, criminal y contraria a derecho que se prolonga en territorios palestinos, incluida la Jerusalén oriental.
Más allá del necesario esclarecimiento del homicidio comentado, la gravedad de la situación descrita vuelve a poner en perspectiva, como solución lógica para evitar la configuración de escenarios similares, el retiro de Israel a sus fronteras anteriores a la Guerra de los Seis Días, en 1967; el fin del bloqueo criminal que Tel Aviv mantiene en Gaza, y la devolución de Cisjordania y Al Qods a sus legítimos dueños –los palestinos–, lo que implica renunciar a la reivindicación de la urbe jerosolimitana como la capital eterna e indivisible
de Israel, y atender el mandato innegociable de la comunidad internacional.
En cambio, en la medida en que Tel Aviv mantenga la ocupación de los territorios palestinos se estará sembrando el riesgo de reproducción de escenarios como el descrito, donde ciudadanos inocentes son usados como carne de cañón por intereses facciosos e inconfesables.
El gobierno israelí y su sociedad tienen ante sí una tarea muy ardua: convencerse de que el camino verdadero a la paz y la justicia parte del reconocimiento del derecho de los palestinos a constituir un Estado propio, y actuar en consecuencia.