l título banal de Sueños de libertad apenas da una idea de la intensidad dramática que busca la ambiciosa empresa que con acierto desigual acomete James Gray (Pequeña Odesa, 1994; La noche es nuestra, 2007) en The immigrant, su realización más reciente. El director ha mostrado antes una fascinación por las atmósferas sombrías en barrios neoyorquinos poblados por minorías étnicas, en particular por inmigrantes rusos y judíos agobiados por la precariedad económica, los conflictos fratricidas y el poder de las mafias.
En su nueva cinta, Gray elige una perspectiva histórica más atractiva y sugerente: la llegada de esos mismos inmigrantes a la isla Ellis en Nueva York, de frente a la emblemática Estatua de la Libertad, a principios de los años 20 del siglo pasado. Un mítico fresco evocado memorablemente por América, América, de Elia Kazan (1963), luego por muchas otras cintas, y que ahora en la fotografía del franco-iraní Darius Khondji adquiere una estupenda pátina vintage.
Los primeros minutos de la cinta registran con acierto la mirada atónita de quienes vislumbran desde la cubierta del barco el nuevo mundo, la confusión babélica de quienes se apiñan en la aduana con el temor de no ser aceptados, de ser sujetos a una cuarentena o candidatos a la deportación, y el ajetreo de las populosas calles del Lower East neoyorquino.
En este contexto se plantean las tribulaciones de Ewa Cybulska (Marion Cotillard) y su hermana Magda, quienes luego de perder a sus padres en Polonia y padecer vejaciones en la travesía del exilio obligado, llegan al nuevo continente para sufrir nuevas desventuras. Magda, un confinamiento forzado por enfer-medad pulmonar, y Ewa, la explotación sexual por parte de Bruno Weiss (Joaquin Phoenix), un vividor solícito y astuto, súbitamente enamorado de su nueva presa y ansioso de ganar una cierta respetabilidad burguesa.
No hay nada novedoso en este melodrama que morosamente transita del fascinante fresco social a un registro intimista muy previsible y plagado de lugares comunes. Destaca la recreación de la vida cotidiana de las jóvenes inmigrantes pronto incorporadas a trabajos degradantes que combinan el entretenimiento musical y la vejación sexual en tugurios de mala muerte que son a la vez burdeles apenas disfrazados.
Las ambiguas relaciones entre las jóvenes son una mezcla de suspicacia instintiva y de solidaridad hacia la compañera de infortunio. En este sentido es notable la escena del baño en común de esas pupilas veteranas y novatas que ha conseguido reclutar el habilidoso Bruno. La cámara de Khondji ofrece ahí un fresco costumbrista impecable. Luego de auspicios tan favorables, la trama se vuelve un tanto monótona. Sólo el carisma y encanto arrollador de un personaje nuevo, Emil/Orlando, el mago (Jeremy Renner), primo y a la vez rival sentimental de Bruno, logra evitar el naufragio total del relato. Una Marion Cotillard capaz de registros más finos y complejos en su actuación, se atiene aquí a lo indispensable: ser un bello rostro asediado por la fatalidad. Su tránsito de la timidez casi enfermiza a un envalentonamiento aguerrido, es poco convincente, o en todo caso falto de matices.
Quien sin duda domina la cinta, y pareciera dirigirse solo, es el irremediable Joaquín Phoenix. Se pensaría que se toma demasiado en serio las obsesiones metafísicas del director y esa propensión suya de transformar todo drama social en una tragedia griega. En esta curiosa parábola sobre la culpa y la redención, Phoenix encarna a un ser torturado por el remordimiento, salido de las páginas de Dostoievski y afanosamente trasladado a los barrios bajos neoyorquinos. Se autolacera y gesticula grotescamente, se diría parodiando al Marlon Brando de Nido de ratas (On the waterfronts, Kazan, 54), frente a la comprensiva madona de la cloaca prostibularia en que se convierte Ewa. Tensando las comparaciones, el equivalente de este drama arrabalero sería en nuestro cine Salón México (Emilio Fernández, 1948), aquel retrato de abnegación con una mujer moralmente virtuosa enfrentando todo tipo de degradaciones e infortunios por el bienestar de su hermana menor.
Ciertamente en el plano argumental, James Gray, director y guionista, está muy lejos de lo que prometían sus primeras obras. O posiblemente aquellas, sobrevaloradas en su momento, adquieren a la luz de sus trabajos recientes, su dimensión verdadera. Queda como un acierto irrebatible la minuciosa descripción de una época socialmente compleja, definitoria para Estados Unidos, donde las ingenuas aspiraciones de los recién inmigrados europeos se toparon con la doble moral y el cálculo mercantil de quienes supieron transformar un ideal libertario en el mejor de los negocios.
Twitter:@CarlosBonfil1