a sólida perspectiva de un desempeño defectuoso de la economía introduce urgencias casi inmanejables al poder establecido. Los datos duros que presagian un crecimiento de 1.5 por ciento de promedio anual se acumulan con los días. El escenario es por demás preocupante para todos los que auguraron con salerosos desplantes saber hacerlo y poner al alcance de la mano un mundo de oportunidades. Las elecciones intermedias no darán el respiro que el priísmo, sus aliados y patrones ambicionan para sus consiguientes afanes de lucro. El titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, sobre quien ya recaen críticas acervas, se esfuerza por presentar buena cara ante la emergencia que, a diario, lo atropella. No duda en su defensa usar el expediente externo como justificante para sus tribulaciones. Sin embargo, las explicaciones extendidas no encuentran asideros pegajosos, pues se deshacen entre la arraigada inseguridad y la asfixiante precariedad dominante. La presente administración, con un ánimo entreguista colgado a su cuello, se ata, con fiereza, a una furtiva luz al final del túnel: las masivas inversiones en energía que traerán los poderosos del exterior.
Los compromisos adquiridos con los centros de poder –en especial los de corte financiero– se han vuelto, en verdad, camisas de fuerza que el gobierno federal no puede (ni quiere) incumplir. Se han tornado abrazaderas que sujetan y no consienten alivio ni tardanza alguna. La élite local se mueve con traslúcido nerviosismo y no encuentra, afuera, las palancas para enfrentar tan inesperado sedimento de inconformidad interna. Reciben, ciertamente, espaldarazos mediáticos continuos. Varios de los diarios y articulistas de los centros hegemónicos incluso terciaron en favor de México en la polémica sobre resultados económicos y sociales que recientemente desató Lula da Silva. Una simple aseveración de este personaje bastó para limar el tambaleante piso del momento mexicano
También prodigaron, no sin condiciones, títulos de oropel (Hacienda y otros) pero, ayudas contantes, no aparecen por lado alguno. Todo se agota en promesas de inversiones en el jugoso sector energético en cuanto se concreten las leyes reglamentarias y se eliminen todas las dudas, presentes o presentidas. De ahí la premura por acelerar el proceso legislativo en el Congreso.
Y de este collage de ilusiones, promesas y desesperanzas se desprende la ya angustiosa prisa que atosiga al oficialismo. La sabida oposición mayoritaria de los ciudadanos a la privatización energética impele al oficialismo a emplear todo su amplio arsenal de tretas legislativas y recargarse en una propaganda por demás falsaria. Todo costo adicional, sin embargo, pretenden absorberlo con tal de concretar tan jugoso negocio para los capitales de siempre. La desconfianza hacia los legisladores, ya muy arraigada en la conciencia popular, crece muy a pesar de las distracciones del Mundial y las truculencias ingeniadas para impedir la discusión efectiva. No se escatiman, por tanto, medios, subterfugios, trampas, presiones y cesiones para finiquitar la privatización de toda la industria energética mexicana. Las cuantiosas inversiones que han entrevisto se contemplan como la tabla de salvación, como la palanca que detonará todo el movimiento hacia el progreso. En ello han puesto, también, sus propias expectativas de apañes grupales o personales. Una vez desatado ese proceso virtuoso todo se compondrá, afirman una y otra vez: la modernidad, esta vez, sí abastecerá los bolsillos de los ciudadanos aseguran. Pero la mira a tras mano va quedando al descubierto: 2015 aunque sin despegarla del crucial 2018.
El priísmo debe recordar que, desde el año 88 del siglo pasado, el descontento con su partido –y con la manera de actuar la política– formó el inesperado ventarrón que los arrasó en las urnas. La misma emergencia y el triunfo del primitivo panismo foxiano se debió, en primera instancia, a tal fenómeno. Y así sucedió en 2006 y, a pesar de las compras masivas de votos, también apareció en 2012. Poco, sin embargo, se compara con los agravios que ya se acumulan en este destemplado presente. Poco, muy poco de lo que vendrá acompañando a la entrega petrolera o eléctrica bajará la presión y las exigencias de los mexicanos. Las previsiones de un mayor gasto (y la reducida inversión pública prevista) que se espera fondear con fuerte incremento en la deuda gubernamental, no alcanzará para renovar la confianza popular. El gobierno no puede ya utilizar la política fiscal para empujar el crecimiento o la mejoría a los consumidores. Los guardados
presupuestales para inducir simpatías
, que se vienen preparando con toda premura, no podrán, tampoco, con la ingente e indebida tarea que se planea imponerles. La exigua representatividad de los legisladores y, en realidad, del oficialismo en pleno, tendrá, a pesar de la debilidad opositora, inevitables consecuencias en las urnas.