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Felipe VI: la sombra de los borbones es alargada
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n 1975, tras la muerte biológica del dictador, el miedo atenazó a los partidos políticos republicanos, el PSOE y el PCE, y decidieron arriar las banderas del republicanismo en un alarde de pragmatismo realista. En su favor adujeron que la monarquía no era un hándicap para restablecer la democracia. El pacto de la transición vuelve a ser cuestionado hoy, en el momento de la abdicación de Juan Carlos I. La proclamación de Felipe VI sella definitivamente la traición. Los monárquicos están de enhorabuena. La dinastía borbónica en España se reinventa con el inestimable apoyo de una nueva figura política: los republicanos-monárquicos. Una esquizofrenia.

La Constitución de 1978 posó la corona sobre todos los españoles, definiendo la forma de Estado y de gobierno como monarquía parlamentaria. Con el cadáver del dictador aún caliente, el fantasma de un golpe de Estado se utilizó como parapeto del franquismo modernizador. Los republicanos constituyentes entonaron con satisfacción: ¡Vivan las cadenas! Sin plebiscitar la forma de Estado, la democracia nación hipotecada.

Pasados 39 años, el fin del juancarlismo era el momento idóneo para saldar cuentas y deudas pendientes, se abría la posibilidad de plebiscitar la forma de Estado. Si en 1978 el PSOE y el PCE aparcaron la reivindicación republicana, hoy las condiciones históricas son otras. Asistimos a una crisis de la monarquía bajo la forma de acusaciones de corrupción, malversación de fondos, evasión fiscal y enriquecimiento fraudulento. Hoy su fortuna alcanza mil 700 millones de euros, según la revista Eurobusiness. La sola imagen de una proclamación sin la comparecencia del rey abdicado y su hija mayor, la princesa Cristina, dan cuenta de la debilidad política de la monarquía.

España necesita y la ciudadanía demanda un cambio profundo en sus estructuras políticas, sólo posibles bajo un nuevo pacto social. La crisis y los problemas derivados de ella han evidenciado los límites de la reforma política y el pacto constituyente de 1978. Es obligado plebiscitar la forma de Estado, tanto como el modelo neoliberal y territorial, recuperando los derechos y libertades escamoteados en estos últimos años. Es el momento de exigir a quienes comprometieron su palabra, de izar nuevamente la bandera republicana, que cumplan. En esta lógica, el PCE, bajo las siglas de Izquierda Unida, asume su deuda política y, de paso, no asiste al acto de proclamación de Felipe VI, como rechazo al continuismo borbónico, el PSOE, cuyo concurso es fundamental para cambiar la correlación de fuerzas, se enroca con la derecha nacional-católica y españolista hurtando por segunda vez la opción del referendo. Su argumento fue el siguiente: La agenda parlamentaria contempla sólo aprobar la ley orgánica de abdicación y la proclamación de Felipe VI. Se sienten republicanos, pero votan monarquía. Sin rubor aprueban igualmente el blindaje judicial del ex monarca. Ni un día sin protección, no sea que algún ciudadano tenga en mente iniciar una demanda civil o una querella criminal.

Con este panorama de fondo, el reinado de Felipe VI augura tiempos convulsos. Ya no hubo paseo triunfal por las calles de Madrid. Poca gente, a pesar del despliegue realizado para la ocasión. Ni el discurso, que fue más de lo mismo, pero renovado para la ocasión, apunta continuidad bajo la dinastía borbónica. Pero la sociedad cortesana está de fiesta y quienes aúpan al nuevo rey se complacen en señalar que estamos en presencia de un tiempo nuevo. Un rejuvenecer político, donde los partidos políticos mayoritarios, inmersos en una profunda crisis de representatividad y credibilidad social, tendrán una segunda oportunidad y el sistema saneará sus cloacas, hasta nuevo aviso. El argumento no tiene desperdicio: Felipe VI ha sido preparado desde la cuna para reinar, se ha casado por amor y con una plebeya, sabe idiomas, es cercano al pueblo, sobre todo no está contaminado de corrupción y hay que darle la oportunidad. Si lo hace bien, gana la marca España. El cheque en blanco se firma y ventila a los cuatro vientos.

La democracia española recibe una segunda hipoteca. Felipe VI se aúpa al trono, lastrado por un déficit democrático acuñado por su padre, sucesor por deseo expreso del dictador. Ahora, Felipe VI, le suma el propio. Demasiada carga que sobrellevar y una loza para las aspiraciones democráticas del pueblo español, que sigue esperando.

Los tiempos democráticos se miden por la voluntad política de cambio social, de escuchar a la ciudadanía, no por la sensibilidad y los discursos alambicados que pueden interpretarse de mil formas, según convenga. Felipe VI tiene una salida democrática, como rey: pedir al presidente de las cortes que convoque a referendo, acorde con la Constitución, y buscar su legitimidad en el único lugar que la democracia representativa valida el poder político: las urnas.