uando la marea futbolística descienda a su nivel nos encontraremos, otra vez, en ese claroscuro del país que no acaba de definirse. Más allá de los brillos mediáticos, del melodrama nacional en pos de la pelota, de la gloria alcanzada gracias a las habilidades reconocibles de los jóvenes deportistas y su nueva mentalidad, el Cielito lindo no será suficiente para marcar el derrotero del día después. Los aficionados regresaremos sin más a la triste condición de ciudadanos incompletos, aturdidos entre el ruido ensordecedor del reformismo ciego y el estancamiento secular hecho costumbre, rutina mental. Brasil quedará muy lejos y con él la ilusión de ser un poco más felices.
Mientras la fiesta sigue, la sociedad se lamenta de la descomposición que la aqueja. Llevamos años conviviendo con un intolerable umbral de violencia que solapa o degrada los avances de los derechos humanos conseguidos a lo largo de décadas de sacrificios, pero esta es la hora que el fondo de la cuestión escapa a las estrategias oficiales y desborda toda reacción defensiva. Los datos sobre delitos y desapariciones siguen siendo aterradores; la inseguridad es consustancial a la vida cotidiana y aunque algunos programas obtengan resultados favorables, es obvio que tenemos un grave problema que afecta los fundamentos mismos de la convivencia, cuya crisis arrastramos desde antes de que el tema de la delincuencia organizada se alzara al primer plano. Nos escandalizamos con justa razón ante la presencia del acoso escolar, ahora multiplicado por las redes sociales como un fenómeno de odiosa violencia colectiva, pero nos negamos a verificar cuáles son los vínculos posibles de esa forma particular de abuso con el clima general de acoso, intimidación y agresividad que se vive desde hace años. El ascenso de la crueldad y la normalización
de los asesinatos en masa, el desprecio ante los inmigrantes, la corrupción como una plaga que no deja el más mínimo rincón, son datos que trascienden los informes policiales e indican que algo muy grave afecta incluso a la parte sana
de la sociedad.
Más allá de citar las causales de cajón, se ignora que la erosión del tejido social y el quebranto de los valores que aseguraban la cohesión es también el resultado de un largo proceso de cambios y rupturas mal procesadas, de carencias multiplicadas que acentuaron las desigualdades bajo el señuelo de la modernización y el cambio. Hubo grandes improvisaciones, cambios a medias que no fueron guiados por un objetivo compartido, deliberado y aprobado por la inmensa mayoría. En rigor, fue la élite dentro y fuera del Estado la que fijó la ruta, dejando al mercado y al individuo la construcción espontánea de readecuaciones más justas, asunto en el cual, hoy podemos decir, fracasaron estrepitosamente, pues de otra manera no nos veríamos envueltos en la aventura de propiciar reformas cuyo destino ni sus autores se atreven a predecir. Frente a la creciente oposición al régimen político se respondió con el menor de los gradualismos para no alterar las relaciones de poder, poniendo en duda permanente la voluntad de hacer de la democracia una forma de vida
. La lentitud para darle carta blanca a la competencia pluralista creó dudas, desconfianzas, prejuicios tan difíciles de superar como las malas prácticas de algunos de los protagonistas. El resultado ha sido, según se comprueba en diversos estudios académicos, que la inserción de la democracia como piedra angular del pensamiento político ciudadano sea débil e instrumentalizable. Y no se trata, por supuesto, de si la democracia se agota o no en el acto electoral, cuya importancia pocos subestiman o contradicen, sino de hasta qué punto la idea de democracia exige como punto de partida la noción de equidad, olvidada como paradigma del Estado. Para un país como México la construcción de la democracia política no puede –ni debe , en el sentido moral del término– ser ajena al compromiso de reducir la desigualdad. Pero en este punto, lamentablemente, no hay buenas noticias que dar. Ni siquiera en los asuntos trascendentales es visible otra actitud que no sea la de atropellar para vencer. Estamos ante el triste espectáculo de que las leyes secundarias en materia de energía, sin duda las más decisivas para marcar el futuro del país, sean elaboradas y aprobadas en el órgano legislativo sin el menor aseo, en un intento de avasallar, intento en el cual el chantanje ocupa un lugar primordial. Estamos ante la expresión –por el fondo y la forma– del modelo depredador que determina las relaciones humanas en el México de hoy. Si el país se pone a la venta y los responsables pasan por ser estadistas, cómo y por qué la ciudadanía ha de confiar en ellos, salvo por el efecto contaminante de las campañas mediáticas con sus ofertas de cuentas de vidrio como sucedáneos del futuro. Una vez más, la presencia de dicho espectáculo tóxico solamente reforzará la desconfianza ciudadana, apabullada por las promesas incumplibles de los gobernantes y los poderosos grupos de interés que los respaldan aquí y fuera del país.
La convivencia de los mexicanos pasa por un momento de absoluta debilidad, no obstante la mercadotecnia que procura vender un país unido bajo la batuta presidencial. Pero priva la gran desconfianza, ese mal que acompaña como una sombra al americanismo que viene del norte modernizador y subsidiario convertido en pensamiento hegemónico. En el informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México, a la pregunta de si se puede confiar en la mayoría de las personas
, casi 28 por ciento respondió afirmativamente. Sin embargo, y esto es el dato preocupante, un poco más de 70 por ciento dijo que no se puede confiar en la mayoría de las personas
. Este grado de desconfianza expresa la naturaleza real de nuestros problemas. ¿No es hora de que veamos en serio qué nos pasa?
PD. A los cien años de Efraín Huerta. Vaya toda mi admiración al poeta luminoso, al militante, al hombre de humor y de amor.