a Presidencia de la República informó ayer en un comunicado la decisión del gobernador de Michoacán, Fausto Vallejo Figueroa, de renunciar a su cargo. Al comentar el hecho, el presidente Enrique Peña Nieto afirmó que dicha dimisión no afectará la estrategia de combate al crimen organizado que el gobierno federal lleva a cabo en Michoacán y declaró que respetará la decisión del Congreso estatal respecto del nombramiento de un gobernador sustituto en esa entidad.
Con independencia de las razones que motivaron al priísta michoacano a separarse del cargo, el hecho es que esa decisión se inscribe en la cadena de desaseos institucionales y legales que han prevalecido en esa entidad por lo menos desde el arribo del propio Vallejo Figueroa al gobierno estatal, en febrero de 2012. Debe recordarse que el proceso de elección de gobernador en la entidad estuvo marcado por numerosas irregularidades y denuncias, formuladas por los dos principales partidos de oposición –PAN y PRD– sobre excesos en los gastos de campaña de Vallejo y la presunta participación del narcotráfico en el proceso comicial, a favor del entonces aspirante priísta.
A la postre, la infiltración de organizaciones delictivas en el gobierno local pasó del terreno de la especulación al de los hechos, como quedó de manifiesto con el encarcelamiento y el procesamiento judicial del ex secretario de Gobierno y ex gobernador interino de Michoacán, Jesús Reyna. El correlato de ese encumbramiento de la criminalidad organizada en la entidad fue una pérdida sostenida de control territorial por parte de las autoridades, lo que a su vez se reflejó en el auge de la violencia indiscriminada y en el surgimiento descontrolado e inevitable de grupos de autodefensa.
Ante la desastrosa situación que se vive en Michoacán, habría sido deseable que la Federación se erigiera en un factor de recuperación del estado de derecho y de fortalecimiento de la institucionalidad local, y que se recurriera, en todo caso, al mecanismo legal previsto en la Constitución para los casos extremos de anulación de la legalidad y pérdida de gobernabilidad: la declaratoria de desaparición de poderes por parte del Senado; el traslado del control territorial al gobierno federal y el posterior nombramiento de nuevos poderes que sustituyeran a los desaparecidos.
No obstante, el gobierno federal actuó en sentido contrario a esas necesidades y en los últimos meses se dedicó a socavar la institucionalidad estatal al grado de anularla: no otra cosa es el nombramiento, vía decreto presidencial, de un comisionado especial cuyo supuesto fin es ejercer la coordinación de todas las autoridades federales para el restablecimiento del orden y la seguridad en el estado de Michoacán
, pero que en los hechos ha terminado por volverse un representante del poder presidencial omnímodo que pasa sistemáticamente por encima de los poderes soberanos de esa entidad. Esa circunstancia quedó particularmente exhibida el día de ayer, habida cuenta de que Vallejo Figueroa decidió informar sobre su renuncia a la Presidencia de la República antes que al Congreso de su estado.
Cabe preguntarse, a la luz de estos precedentes y a la vista de la dislocación de las instituciones locales, si realmente el Ejecutivo federal y su comisionado están ya no en disposición, sino en posibilidad, de no intervenir en el proceso de nombramiento de un nuevo titular del Ejecutivo michoacano.
Si mediante subterfugios legales como el comentado se evitó la desaparición de poderes –que habría sido vista como una demostración mayúscula de incompetencia–, con ejercicios de simulación como el referido las autoridades federales han terminado por profundizar el debilitamiento del entramado institucional michoacano y por alejar, a fin de cuentas, la perspectiva de recuperación del estado de derecho en la entidad.