nte la insurrección y el avance de grupos fundamentalistas islámicos en Irak, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, dijo ayer que no descarta
ninguna opción para apoyar al gobierno de ese país. Entre las opciones mencionadas por el mandatario destaca el envío de aeronaves de guerra –tripuladas y no tripuladas– a territorio iraquí.
Las recientes victorias logradas por el Estado Islámico de Irak y el Levante –organización que busca imponer la ley musulmana en todo el territorio y que controla gran parte del país– han sido interpretadas por analistas internacionales y por críticos de la Casa Blanca como una evidencia de que Estados Unidos se replegó demasiado pronto de Irak. Sin embargo, la realidad es que, más que poner en evidencia la estrategia militar de Obama, la circunstancia descrita da cuenta del fracaso de la política exterior que Washington adoptó hace más de 13 años bajo el gobierno de George W. Bush, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, y que terminó por involucrar a Estados Unidos y a sus aliados en una cruzada mundial antiterrorista
, que incluyó la invasión y destrucción de dos países, la muerte de centenares de miles de personas, la degradación de los derechos y libertades individuales en todo el mundo, la comisión, por parte de la superpotencia, de crímenes de lesa humanidad y el desarrollo de corrupción corporativa que sacó enormes dividendos de ambas tragedias.
Los resultados de esa política saltan a la vista: la guerra contra el terrorismo
no sólo no ha hecho de Estados Unidos un país más seguro ni ha construido un mundo más estable, sino que ha multiplicado los factores de encono antiestadunidense y, en el caso de Irak, ha desembocado en una pérdida de control territorial por parte del régimen de Bagdad y el avance y crecimiento de grupos fundamentalistas que, a diferencia del depuesto régimen de Saddam Hussein, sí representan una amenaza a la seguridad de Estados Unidos.
Si bien el sucesor de Bush en la Casa Blanca puso fin a la intervención militar en Irak, también ha mantenido, en términos generales, un énfasis antiterrorista
y beligerante en su discurso –como lo demuestra la alocución de ayer– y ha deteriorado con ello, la imagen y la credibilidad de una administración de por sí debilitada en lo político, lo militar y lo económico. Desde esa posición, parece poco factible que el gobernante estadunidense pueda recabar el apoyo legislativo e internacional necesario para emprender acciones bélicas como las que dejó entrever en la declaración comentada, lo que dejaría sus palabras en el ámbito de la balandronada, algo que no le favorece.
Por otro lado, si Obama enviara fuerzas militares a Irak, sumaría a su país y a su gobierno en la sima de deterioro moral, socavaría aún más su propia credibilidad política y terminaría por confirmar la desastrosa estrategia de su antecesor en el país árabe.
Lejos de reditar los errores y los horrores de la administración Bush y de auspiciar un baño de sangre mayor al que ya se desarrolla en Irak, es pertinente y necesario que el gobierno de Washington deponga la postura injerencista y beligerante que le ha caracterizado y que reconozca la situación por la que atraviesa Irak como lo que es: una muestra monumental de su ineptitud como potencia imperial y que inhibe su autoproclamada perspectiva de policía del mundo.