egún cifras oficiales de las que se da cuenta en la edición de hoy, el país soporta una incidencia escandalosa e inaceptable de delitos sexuales, que afectan mayoritariamente a la población femenina. En el primer cuatrimestre de este año fueron denunciadas 4 mil 375 agresiones sexuales, además de 699 casos de estupro y un amplio número de episodios sucintamente identificados como otros delitos sexuales
. De continuar esa tendencia, el presente año cerraría con una cifra de violaciones muy similar a la de 2013 (13 mil 504 actas por abuso sexual), aunque quedaría aún por debajo de las alcanzadas en 2012 y 2011 (14 mil 566 y 15 mil 751, respectivamente).
De cualquier forma, cabe suponer que detrás de las estadísticas oficiales se encuentra una cifra negra de grandes proporciones que es imposible de determinar con exactitud, pero que algunos organismos, como el Instituto Nacional de las Mujeres, han estimado en más de 100 mil casos al año, a partir de cálculos que indican que por cada delito denunciado hay otros ocho que no se hacen.
El telón de fondo inocultable de estos datos y estimaciones es la violencia generalizada que se ceba contra las mujeres en el país y cuyas expresiones más bárbaras son las agresiones sexuales referidas y los asesinatos cometidos contra ese sector, muchos perpetrados por motivos de género.
Las circunstancias desfavorables, lacerantes y hasta trágicas que enfrentan las mujeres en el país tienen componentes estructurales de diversa índole, desde la socioeconómica –el desempleo, la precariedad, la carestía, el deterioro educativo, la descomposición del tejido social y la corrupción, por mencionar algunas– hasta la cultural, como el arraigado machismo y la discriminación en los ámbitos educativo y laboral, así como la ofensiva clerical y conservadora orientada a privar a la población en general, y a las mujeres en particular, de derechos reproductivos y de género. Por si fuera poco, con el adelgazamiento del estado de derecho que se vive en amplias zonas del país, los persistentes asesinatos de mujeres, los casos de explotación sexual, la violencia doméstica, los abusos y otras expresiones de violencia de género acaban por diluirse en la violencia a secas, y ello merma todavía más las perspectivas de justicia y esclarecimiento para las víctimas.
Ciertamente, la barbarie social contra las mujeres es un fenómeno de causas múltiples y complejas, y sería improcedente exigir a las autoridades federales, estatales y municipales que los erradicaran de golpe. Lo que sí corresponde exigirles, en cambio, es que eliminen los márgenes de impunidad y corrupción que han hecho posible el pavoroso incremento de feminicidios en diversas zonas del país, así como el auge del negocio de trata de personas, de la explotación y de las agresiones sexuales en contra de la población femenina. En entidades como el estado de México, por citar sólo uno de los casos más escandalosos, es claro que la violencia contra las mujeres no habría podido convertirse en plaga sin un contexto de ineficiencia y descomposición de los cuerpos policiales –acaso también de los organismos jurisdiccionales– y sin actitudes omisas e indolentes como la observada recientemente por parte del gobernador, Eruviel Ávila, quien afirmó que hay asuntos más importantes que atender
que el elevado número de feminicidios que golpean esa entidad.
Los distintos niveles de gobierno, empezando por el federal, tienen ante sí la doble y complicada tarea de sobreponerse a los antecedentes negativos en materia de protección a las mujeres y de formular políticas públicas y acciones concretas que permitan hacer frente a la discriminación y a la violencia de género. En tanto estos fenómenos subsistan, el país no tendrá autoridad moral para llamarse civilizado.