l grupo gobernante, durante el corto ejercicio de su sexenio, ha cruzado varios límites que lo han puesto en serios predicamentos. A pesar de ello, nada parece apuntar hacia actos de disculpas y acordadas correcciones; menos aún ha aceptado los descalabros surgidos en su ruta para restaurar el autoritarismo de otros tiempos. Al principio tal tendencia se disfrazó con la mampara del Pacto por México: los acuerdos alcanzaron clamorosas unanimidades y fueron rubricados, con entusiasmo y vanidades evidentes, por las cúpulas burocráticas partidarias. Las así llamadas reformas estructurales dieron ciertamente una prueba contundente de que, muy a pesar de los retobos sociales en su contra, se estaba dispuesto, desde las alturas decisorias, a llevarlas hasta sus postreras consecuencias. La continuidad modélica al precio de la desesperante desigualdad, el entreguismo rampante y el ralo crecimiento. El regodeo propagandístico que acompañó a las veloces aprobaciones careció de todo decoro, realismo y pudor. Pero, muy a pesar del esfuerzo cupular por concitar la aprobación mayoritaria de la población, tales reformas han pasado a ser, con rapidez inusitada, toque de discordia.
Los manipuleos a las leyes secundarias han horadado un tanto más el de por sí acortado prestigio gubernamental. Tres momentos han sido especialmente álgidos para la credibilidad y la presumida eficacia del oficialismo. El primero cuando se trató de incluir –como si fueran grandes logros de la modernidad– controles indebidos a la libre circulación de las ideas y las expresiones en las llamadas redes sociales. Las intentonas de legisladores siempre dispuestos a servir al poder en turno (J. Lozano y otros de tristes recuerdos) fracasaron, no sin antes manchar, con indeleble tinta, la imagen de apertura y transparencia que se quería exhibir ante la ciudadanía. La Secretaría de Gobernación no se percibe, desde la sociedad, como la instancia dotada con los debidos arrestos para ser árbitro imparcial o juez comprensivo. Por el contrario, se teme, cada vez con más firmeza, que reprimiría cualquier disidencia que afectara los intereses de los grupos de presión. El masivo fenómeno contestatario que provocó la intentona movilizó en contra de tales pretensiones represoras a un segmento por demás crucial de la modernidad. Los tuiteros dieron contundentes pruebas de que ya forman, con sus múltiples voces disidentes, un contrapeso significativo a la opinocracia afecta al régimen imperante.
El segundo momento devino por las prisas de modificar la Constitución para posibilitar la alarmante extranjerización del petróleo y, en general, de toda la vasta industria de la energía. Las preguntas formuladas por un simple ciudadano con prestigio (A. Cuarón) introdujeron a buena parte de la sociedad enterada en una dinámica que impactó, en el mismo centro de gravedad, al poder centralizado y a todos sus ayudantes y alarmados corifeos. La solicitud de diálogo y debate sobre tal reforma caló hondo y ganó muchos adherentes. El tercer momento que ya ha marcado con exactitud los límites permisibles ha sido la introducción, a tras mano y siguiendo órdenes de Los Pinos, artículos de ley para recompensar, a unos magistrados que han pasado, desde hace ya varias elecciones, a ser abanderados de la torpeza, la medianía y, en especial, de la servidumbre hacia el poder atrabiliario y tramposo. El famoso pago de marcha, tan generosamente usado –en una serie inacabable de variantes– para premiar a legisladores, presidentes, consejeros (IFE o INE) funcionarios de las finanzas nacionales, directivos de empresas, banqueros centrales, gobernadores o magistrados de la Suprema Corte, ha calado hondo en la sensibilidad ciudadana. Y tal parece que esta vez no habrá paso atrás: la grieta es inmensa y no cesará de supurar, ennegrecida, como tajo en la piel infectada de tétanos. Las pretensiones del Ejecutivo federal para retribuir favores indebidos o para congraciarse con tan mediocres personajes togados, retornaron, llenos de agravios, para incidir con inaudita fuerza para clavarse en el centro de la honorabilidad, la credibilidad y la mesura de aquellos que ejercen este tipo de poder malhadado. Lo que pretendió ser una gracia desde lo alto se tornó en certero hachazo para los magistrados solicitantes de tan insultante beneficio. El desprestigio para unos (jueces) y otros (priísmo y aliados) ha sido monumental. Pero lo importante de este caso es que exhibe con fiereza inocultable la distancia inhumana, ya casi insalvable, entre las élites gobernantes y la ciudadanía común. Las necesidades, penurias y angustias de la mayoría de los mexicanos no significan, no juegan, en este tipo de injustos desplantes patrimonialistas, justa consideración ni papel alguno. Nada hay, tanto en los tanteos reformistas con que se reviste el oficialismo, sobre todo el priísta, que apunte en la dirección correcta para mitigar esta creciente divergencia.
Los usos y desusos de los haberes públicos en cuanto a insultantes salarios y retribuciones adicionales a diferentes personajes que desempeñan funciones públicas, se descubren como abusos con absoluta falta de decoro. En verdad, y con un mínimo de mesura, esta situación ofensiva, no debe continuar, por la sanidad de la República. A pesar de que la vergüenza y el sentido común no parezcan anidar en las conciencias de los ya beneficiados en exceso, no hay que dejar de insistir, de exigir, su corrección. En medio de tan desgraciadas acciones oficiales, la presumida habilidad del nuevo grupo gobernante, se ve contrariada por el frustráneo crecimiento de la economía que, si mucho, se situará en un poquitero 2 por ciento de promedio bianual. Este será, al parecer y a pesar del espejismo petrolero, el ritmo con que se promete mover a México
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