a abdicación de Juan Carlos I está plagada de incógnitas, y más allá de las manifestaciones que se suceden en toda España, demandando la celebración de un referendo constituyente en el que se pregunte al pueblo si quieren república o monarquía, la única realidad que no se pone en duda, al menos por ahora, es la continuidad de la institución monárquica. El escenario político en el corto plazo está definido por los tiempos para el advenimiento de Felipe VI.
La España republicana sigue siendo minoría, aunque cada vez tiene más adeptos, pero los partidos políticos con representación parlamentaria, incluido el PSOE que se autoproclama republicano, se decanta por la monarquía y prefiere salvar los trastos, es decir, 80 por ciento de los diputados y las fuerzas parlamentarias, mediante ley orgánica, pondrán en marcha el mecanismo de sucesión dinástica. Que tal decisión sea un lastre para el futuro rey, Felipe VI, es el verdadero quid de la cuestión. Su padre, Juan Carlos I lleva el sambenito de haber sido designado en 1969, por las cortes del dictador, Francisco Franco, y proclamado rey tras la muerte del tirano. Su hijo corre el riesgo de seguir el mismo camino: llegar al trono por tener sangre azul. Si en 1975 las condiciones aconsejaban, según el relato dominante, no tensar el proceso de transición y dar por válida la voluntad del dictador, hoy, la coyuntura política es otra. No juega el miedo ni el discurso anticomunista de guerra fría, ni la posibilidad de un golpe de Estado militar, ni de guerra civil. Hoy se habla de 40 años de estabilidad democrática, con sus más y sus menos y se ensalza la figura del rey en tal logro político.
Un llamado a referendo constituyente quitaría presión y seguro desactiva el problema de la legitimidad de Felipe VI en el largo plazo. En cualquier caso es un escenario poco realista. Y tampoco los resultados electorales del 25 de mayo son homologables a las elecciones de 1931 que supusieron la abdicación de Alfonso XIII e hicieron posible la segunda República, el pacto de San Sebastián firmado en 1930, donde todos los partidos políticos republicanos, de la derecha y la izquierda, se comprometieron en promover la república, instaurada tras las elecciones municipales de abril de 1931. Lamentablemente, los fantasmas que han estado presentes en estos años vuelven a ocupar su sitio. La derecha y la socialdemocracia tienen pánico a convocar una consulta popular no vinculante sobre la forma de gobierno, que seguro ganarían, si bien las últimas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas dan a la monarquía un suspenso, pasando de 7.46 por ciento en 1994 a 3.72 por ciento en abril de 2014, preguntados sobre la abdicación del rey en el príncipe, una mayoría superior a 70 por ciento la dan por buena y la desean.
La abdicación llega en tiempos de crisis de legitimidad de los partidos hegemónicos, de un hartazgo a los comportamientos corruptos, los excesos de banqueros, empresarios, y desafección política reflejada en los altos índices de abstención. Los síntomas establecen un diagnóstico, agotamiento del pacto constituyente. La actual constitución de 1978 requiere una reforma en profundidad o una nueva redacción. Hay que adecuarla a los nuevos tiempos y necesidades. Otra cosa es cuáles necesidades, si las provenientes de la troika y las trasnacionales, o las nacidas de la mayoría social que protesta contra los desahucios, la privatización de la enseñanza, la salud, la justicia, la pérdida de soberanía, derechos, el injusto sistema electoral o la organización territorial. España: federal o autonómica. En este sentido, la abdicación no puede llegar en mejor hora para los partidos hegemónicos con crisis de representatividad, el PSOE y el PP; mas la derecha nacionalista vasca y catalana se frotan las manos. La agenda cambia completamente el rumbo y un nuevo pacto social se avecina.
El momento, para hacer pública la decisión de Juan Carlos I no es azaroso: confluyen varios tiempos que decantan la opción. Quienes quieran ver en esta una consecuencia directa de los resultados de las elecciones europeas se equivocan. Los ruidos sobre un gran pacto entre los dos partidos hegemónicos y aliados se airea desde febrero, lo mismo que se habló de un gobierno de concentración meses antes del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, momento de revertir el No a la OTAN de Adolfo Suárez, el cuestionar los acuerdos con el Vaticano, frenar las demandas autonómicas, y sobre todo desactivar las luchas sociales, y reconducir el país. Leopoldo Calvo Sotelo, el presidente del golpe, firmó el protocolo de entrada a la OTAN y dio carpetazo a todas las reformas que ponían en cuestión los pactos de la Moncloa. El gatopardismo hizo su aparición con éxito.
¿Dos golpes de Estado perpetrados por el mismo monarca, Juan Carlos I, coaligados con los mismos partidos que le han cobijado y defendido desde los años 70? No se trata de una teoría comparativa de la historia, los hechos marcan la interpretación. Si confiamos en el relato del rey, lo mismo que hacemos al valorar su intervención para frenar el golpe de Tejero, ¿por qué no creerle cuando nos anuncia que su abdicación la pensó y trasmitió al presidente de gobierno y el secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba?
El príncipe Felipe muta en Felipe VI. El relato legitimador ya circula. Las televisiones y los medios de comunicación social se encargan de promoverlo. Joven, capaz, bien formado, sin mancha conocida, casado con plebeya, incorrupto, representante de una generación que demanda pasar a la acción. Es el hombre que sacará a España del agujero. El recambio perfecto en el tiempo preciso. Ahora vienen el Mundial, las vacaciones y hasta septiembre hay tiempo. La monarquía no ha muerto ¡Viva el rey!