El maíz enemigo en Francia
n lector ocasional se indignó por algunas afirmaciones de mi columna del 3 de mayo intitulada ¿Los alimentos son mercancías? Acaso no fui clara cuando escribí que los alimentos son siempre valor de uso, pero no son necesariamente valor de cambio, es decir, no son mercancías. Me explico: imaginemos campesinos que producen todos los alimentos básicos de su dieta tradicional y los consumen en familia o en comunidad: esos alimentos nunca fueron convertidos en mercancías. En cambio, todos los comestibles industriales son producidos estrictamente como mercancías y su valor de uso es inducido por la publicidad. Dije en ese texto y repito que los alimentos son condición de vida del género humano, mientras que los comestibles podrían desaparecer sin afectar la existencia de la humanidad…, claro: a condición de que todos los pueblos tuvieran el derecho de producir sus propios alimentos y no dependieran de las industrias (químicas) de comestibles y bebidas, de semillas y fertilizantes, productos inventados para ser concentrados en pocas manos, desde la llamada revolución verde hasta los transgénicos de Monsanto y sus cuatro o cinco homólogos.
Mi propuesta, en aquella columna y en esta es la misma: si se permitiera a los países producir lo que fue siempre vocación de su territorio y clima respectivos, es decir sus productos endémicos, una renovada distribución de la producción alimentaria podría acabar con el hambre en el mundo y, para empezar, en México. Porque la ecuación es muy sencilla: el maíz, asociado en el mismo cultivo con frijol, varias clases de calabazas, de chiles, de tomates, de quelites, en milpas rodeadas de frutales o de cactáceas alimenticias, nutrió física y culturalmente durante milenios a la población más numerosa de su época en el mundo. Hasta que, con la conquista española, llegó el hambre crónica a Mesoamérica, pues les quitó a los indígenas –hombres, mujeres y niños– la mayor parte de su fuerza de trabajo para explotarla en producir metales, cereales y azúcar para España. No obstante ello, con el poco trabajo disponible que les dejaron a las comunidades y familias, muchas pudieron sobrevivir todavía cuatrocientos años, hasta que en el siglo XX, la FAO y su revolución verde con todos sus adeptos nacionales, cooptaron el remanente de trabajo empleado en la producción de la autosuficiencia alimentaria, porque –se les dijo– sus parcelas no eran lo suficientemente productivas: ¿cuántas toneladas producen los campesinos e indígenas por hectárea? ¿Dos, tres? ¡Ridículo! Con las semillas mejoradas y los fertilizantes van a producir el doble y hasta el triple… y casi todos los agrónomos se fueron con la finta, por ignorancia o soberbia, pues este planteamiento utiliza un malentendido, inocente de parte del campesino e indígena mexicanos: si les preguntan por la producción del maíz, contestan sobre éste. Pero si les hubieran preguntado ¿cuántas toneladas de alimentos distintos produces en una hectárea?, los expertos en el tema hubieran comprobado que la biomasa alimenticia de una milpa rebasa con mucho la relación hectárea/tonelaje de maíz en monocultivo.
Pero los campesinos mexicanos suelen sentirse impuestos por la autoridad gubernamental, mestiza o criolla y les creyeron a los agrónomos sobre la bondad de los monocultivos y fertilizantes. Cuál no sería su sorpresa al ver cómo ese método empobrecía los suelos, reducía la productividad del maíz y de los otros alimentos básicos, teniendo que diversificar su producción constantemente con otros cultivos más cotizados en el mercado. Pero ¿qué puede hacer con 20 toneladas de jitomate, haba, papa, alcachofas o romeritos, sin un transporte para comercializarlos él mismo, sino venderlos en el precio que le ofrezcan para poder comprar los ingredientes de la dieta familiar? La revolución verde tan prometedora sólo les dejó pobreza del suelo, de los animales que comían residuos de la milpa y de la familia… hasta que los campesinos fueron abandonando el campo hacia otros horizontes. Mientras que esos monocultivos, inducidos y obtenidos a muy bajo precio, son competitivos en el mercado mundial y permiten enorgullecer al presidente de la República por el aumento de la exportación de alimentos mexicanos. Crítica que indignó a mi lector fortuito.
Al mismo tiempo, en Europa, adonde México exportaba maíz hasta hace algunos decenios, tuvieron que sustituir la importación de este cereal, porque desde el siglo XVI descubrieron que ese alimento, impropio para seres humanos, engordaba a los cerdos con más músculo que grasa. Sólo que el maíz tiene la mala costumbre de darse en un clima muy distinto al europeo, porque en México se siembra en primavera antes de las lluvias, para que sus radículas superficiales beban las primeras aguas y se fortalezca la planta echando raíz hacia abajo durante el verano dando cosechas perfectas en otoño. Pero en Europa el verano es seco y para obtener el maíz deben usar mucha agua que quitan a las antiguas aldeas donde los citadinos veranean, además de que el calor agrieta la tierra y el agua filtra los agroquímicos a los mantos freáticos… entre otras causas de que los franceses, con José Bové a la cabeza, llamaran al maíz su enemigo público número uno. ¿No valdría la pena repensar la división de la producción de alimentos con sentido común?