ace 150 años llegó al país Maximiliano de Habsburgo. Cuando le ofrecieron el trono de México tenía 32 años, era romántico, muy elegante, aficionado a la historia, el arte y las antigüedades, de pensamiento liberal. Esta personalidad lo llevó a conformar un proyecto para la nación que imaginaba con emoción y que desde antes de su llegada ya consideraba suya. Creyente de que el pueblo mexicano clamaba por su presencia, en su mente ilusa e imaginativa creo una nación y una ciudad que no correspondían a la realidad.
Su proyecto se apoyaba de manera primordial en la historia. Comenzó por legitimar su imperio sustentándolo en la herencia virreinal, ya que la mayoría de los soberanos reinantes habían sido de la dinastía de los Habsburgo, a la que él pertenecía.
Con esa mentalidad, el antiguo Palacio Real, convertido en Palacio Nacional tras la Independencia, era un sitio fundamental como centro del poder imperial. El viejo palacio que antes había sido la casa del emperador Moctezuma, de los virreyes y los presidentes, así como sede del máximo poder político, a su llegada estaba en un estado deplorable. Los conflictivos años transcurridos a partir de que lo ocupó Guadalupe Victoria, el primer presidente del México independiente, con las constantes pugnas entre liberales y conservadores, y las intervenciones extranjeras, sólo habían permitido un precario mantenimiento.
Muy alejadas estaban las instalaciones de lo que la pareja imperial estaba acostumbrada a habitar. Se le sugirió alojarse provisionalmente en la Villa de Buenavista (hoy Museo de San Carlos), hermoso palacio construido por Manuel Tolsá, situado en la cercana calzada de Tlacopan. El novel emperador se negó rotundamente conociendo el simbolismo político e histórico que guardaba el Palacio Nacional; era esencial estar ahí.
En junio de 1864 un numeroso grupo de operarios: albañiles, pintores, canteros, carpinteros y tapiceros, trabajaron aceleradamente para acondicionar las habitaciones destinadas a la pareja imperial. La condesa Paola Kollonitz, dama de honor de Carlota, escribió el libro Un viaje a México en 1864, en el cual platica las experiencias que vivió durante los seis meses que permaneció en México. De las habitaciones que fueron acondicionadas para recibir a Maximiliano y Carlota, dice:
“... Antes de la llegada de sus majestades fuimos a visitar los departamentos imperiales que a toda prisa habían preparado. Eran augustos y de incómoda disposición. A pesar de que la simplicidad reinaba en todo, el emperador podía sin escrúpulos mudar las cosas del modo que mejor le conviniera...
Pero a su llegada a palacio, ya con el título de emperador Maximiliano I de México, no se quejó tanto de la disposición de las habitaciones, ya que dormía en un catre de tijera, pero sí del ruido que desde temprana hora reinaba en los alrededores del palacio. En el breve lapso que vivió la pareja en el recinto antes de cambiarse al Castillo de Chapultepec, el emperador solicitó cambiar su catre de campaña a distintos sitios del edificio, sin que lograra encontrar alguno que fuera conveniente a su costumbre de acostarse temprano y levantarse a las cuatro de la mañana...
Esto es un fragmento de lo que voy a platicar mañana dentro del ciclo de conferencias Esplendor y ocaso del segundo imperio mexicano, que organiza el Centro de Estudios de Historia de México Carso y la Fundación Carlos Slim. Se llevarán a cabo todos los lunes a las 18 horas, hasta el 9 de junio, en la hermosa sede del Centro, situada en la Plaza Federico Gamboa 1, en el corazón de Chimalistac.
Antes de la plática vamos a la Marisquería Del Valle, situada en la calle de San Francisco 1912. Tiene un gran patio a la calle, muy grato en días calurosos. Hay todo lo que le apetezca de mar y río; entre mis favoritos: los tacos de langosta, callo de hacha a la Sinaloa y el filete de mantarraya. De postre, las clásicas fresas con crema.