annes. 15 de mayo. Menos mal que el festival abrió la competencia con una importante mejoría sobre la película inaugural. Mr. Turner es también una biopic, pero qué diferencia con el folletón que nos endilgó Grace de Mónaco. Dirigida por el prestigioso Mike Leigh, se trata de una obra atípica dentro de su sólida filmografía. Que yo recuerde, su única otra película de época es Topsy Turvy (1999), sobre la pareja de compositores de opereta Gilbert y Sullivan.
En este caso, el señor titular es nada menos que el célebre paisajista J.M.W. Turner, bien apodado el pintor de la luz
que, de algún modo, fue un precursor del impresionismo en la primera mitad del siglo XIX. La película describe los últimos 25 años de su vida como un fascinante estudio de un excéntrico, sin un solo vericueto melodramático al que el género es tan afecto. Mr. Turner prescinde también del concepto del arte como acto de inspiración. Interpretado por Timothy Spall como un tipo feo, de gesto adusto que a veces se expresa con gruñidos, el biografiado evoca a un bulldog vertical con sombrero de copa, que pinta porque es parte de su naturaleza. Aún en su lecho de muerte, el hombre siente el impulso de hacer unos bosquejos de una mujer ahogada.
Aunque libremente basada en la verdad histórica –el director y guionista la llama una destilación dramática
– la película es fiel a la luz y las texturas de las pinturas de Turner. Un trabajo de virtuosismo del cinefotógrafo Dick Pope que ha aprovechado las posibilidades de la cámara Alexa de formato digital, por primera vez en la obra de Leigh, que hasta ahora había preferido filmar en cine. Por lo menos el trabajo de Pope es meritorio de alguna distinción.
La segunda película en competencia fue Timbuktu, del mauritano Abderrahmane Sissako, única aportación africana en la sección oficial. De manera fragmentaria, la película describe lo ocurrido en la ciudad titular, de la república de Mali, cuando el año pasado sufrió una invasión de islamistas radicales con una yihad qué cumplir. Como podría esperarse, actividades tan cotidianas como jugar futbol o tocar música, son prohibidas y a las mujeres se les obliga cubrirse las manos y los pies, además de la cabeza.
En particular, Timbuktu se centra en un dueño de vacas que mata sin querer al hombre responsable de su animal más preciado. No sin razón, el hombre es sometido a un juicio. Es ciertamente el relato menos interesante de la cinta, pero Sissako le dedica la mayor parte del tiempo, incluyendo un pausado interrogatorio que se alarga demasiado por las diferencias idiomáticas, pues los personajes hablan en árabe, inglés, francés o dialectos y, para entenderse entre sí, necesitan de la traducción.
A pesar de algunos logrados momentos líricos, resulta espeluznante –como siempre– esa mezcla de modernidad –camionetas modernas, armas AK-47, teléfonos celulares– y la barbarie que caracteriza a los islamistas radicales. Sin embargo, se nota cierta impericia narrativa en Sissako, quien no ha sabido conjugar sus diferentes anécdotas en un solo, impactante discurso.
Por cierto, durante la función de prensa de Timbuktu hubo una falla en el proyector digital que, durante algunos segundos, hizo que la imagen se viera como en un televisor descompuesto. Ni Cannes se salva de los caprichos de las máquinas, por muy avanzadas que sean.
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