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PRD: 25 años
L

a existencia misma del PRD ha significado un avance enorme en términos de definición de políticas públicas y de acceso a instancias de gobierno antes vedadas para unas izquierdas fragmentadas y marginales. Ha transportado también defectos y desviaciones estructurales, algunas comunes al resto de los partidos, alguna específicas al PRD.

En un momento clave, en 1988, se da una confluencia decisiva entre movimientos sociales reivindicativos y sus luchas a favor de la justicia distributiva, y movilizaciones ciudadanas a favor del respeto al sufragio. Esa convergencia no hubiera tenido un efecto contundente en el espacio electoral de no haber mediado una profunda escisión en la élite política impulsada por la inercia del aparato político y la audacia de la Corriente Democrática. Ésta encontró en las debilidades de un sistema de partidos hecho para garantizar la presencia de un partido hegemónico, su propia base de lanzamiento.

Como es sabido la primera alianza desde la cual se catapultó la Corriente Democrática a la lucha presidencial fue entre partidos que eran leales actores del régimen autoritario. Más allá de las anécdotas, el hecho fue en sí mismo la prueba adicional del grave deterioro del régimen político.

Pero la renuncia del ingeniero Heberto Castillo a la candidatura presidencial y la incorporación del Partido Mexicano Socialista al Frente Democrático Nacional en 1988 fue el elemento crucial que marcó la trayectoria del PRD. Dos factores decisivos desde su nacimiento. Por una parte, la predominancia del nacionalismo revolucionario ya no como mito fundador del régimen autoritario, sino como ideario de una revolución inacabada –la mexicana, pero más precisamente en su vertiente cardenista–; es decir, como mito fundante de la izquierda institucional. El otro factor decisivo fue la también predominancia en la conducción política del PRD –y en sus prácticas– del personal político proveniente de la Corriente Democrática y de sus aliados en la primera coalición del FDN. Ese liderazgo introduce una ambición legítima por alcanzar el poder por la vía electoral. Esto hizo del PRD un verdadero partido de oposición.

La alternancia con una reforma del Estado inconexa, fomentó un dispersión del poder político en diputaciones, senadurías, gubernaturas y puestos administrativos, entre tres principales partidos; pero no generó una nueva coalición gobernante. Más bien impuso una cierta estabilización oligárquica del sistema que paulatinamente estableció barreras de entrada a otros potenciales actores políticos. Esta estabilidad no fue producto del debate, la deliberación pública y el establecimiento de reglas claras para la competencia interna, sino de acomodos circunstanciales en una permanente fuga hacia adelante.

La pobreza del discurso político, la renuncia a debatir internamente los perfiles de los candidatos idóneos de cada partido al Congreso y sustituirlos con encuestas y cuoteos, acuerdos de unidad, manejo oscuro de los padrones de militantes, y la influencia real de los otros poderes fácticos ha provocado un fenómeno generalizado de ausencia de deliberación pública en la escena política. Ha contaminado la escena política con una cultura heredada del pasado que se sustenta en la corrupción del lenguaje y el acuerdo cupular a escondidas.

Para el momento actual lo decisivo es ¿cómo construir una tradición, marcadamente ausente a pesar de la retórica, de partidos de izquierda que auténticamente tengan vocación por el poder y trasmitan con credibilidad esa vocación a los electores a partir de propuestas, prácticas y valores? ¿Cómo evitar que en la siguiente trasmutación de las izquierdas terminen regresando a sus dos puntos de origen: el testimonio heroico de una izquierda que se precia congruente, pero que es marginal; o la presencia desagradable de una izquierda que se conforma con ser comensal de tercera en la mesa de los poderosos?

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