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Ucrania en tres tiempos
1. E

s evidente que el fin del fin de la guerra fría no ha concluido. Por el contrario, la guerra fría (sin comillas y sin cursivas), entendida ya no como una época, sino como un status quo y un mecanismo de intervención, se ha revelado como la forma central de la guerra en los tiempos que corren. Detrás de cada conflicto que envuelve a las grandes potencias, ya sea en Siria, en Chechenia o en Afganistán, hay un orden límite denso e inapelado: las armas de destrucción (o, más elegante, de disuasión) mutua. Que el conflicto de Ucrania es una continuación de las confrontaciones que hoy definen la disputa por las zonas de influencia en Europa del Este es una premisa que aparece casi como su condición natural: ni el protofascismo que ha tomado por lo pronto las riendas en Kiev, ni la extensa población de rusos étnicos que ya dominan más de la mitad del territorio parecen en lo más mínimo interesados en el destino de la soberanía ucraniana. Los primeros enarbolan la bandera de la integración a la Comunidad Europea (a este ritmo ya no quedará mucho que “integrar); los segundos, los antiguos vínculos a Moscú (y los privilegios que comportan). En rigor, Ucrania ha devenido un fantasma: todos luchan en su nombre y prácticamente nadie por ella. Un fantasma, digamos, posnacional. La guerra nuda por un territorio repleto de simbolismos (¡y de recursos energéticos!)

2. El desmantelamiento de la Unión Soviética trajo consigo la disputa por redefinir los alineamientos de esa extensa franja de países que separan a Europa Central de la hegemonía rusa. Esa disputa ha cobrado su versión más reciente e intensa en Ucrania. Estados Unidos y la Comunidad Europea han alimentado con armas, financiamiento, diplomacia y, sobre todo, expectativas a una extrema derecha abiertamente racista y denodadamente religiosa, que no muestra el menor asomo de cumplir con ninguna de las condiciones (compromiso democrático, respeto a derechos humanos, políticas de bienestar, etcétera) que el parlamento europeo ha exigido durante décadas, por ejemplo a Turquía, para ingresar a la comunidad. Uno olvida frecuentemente que en la Europa de hoy incluso el discurso sobre la democracia liberal se mueve frecuentemente en el umbral de ser reducido a un gesto retórico. La pregunta inevitable retrotrae a los sentimientos inevitables de la duda que predispone cualquier democracia liberal: ¿cuál es la Europa que está fomentado la secesión ucraniana no obstante su deriva de una fuerza fundamentalista? Europa es muchos mundos a la vez: desde el laberinto que la ha convertido en un archipiélago de nacionalismos atados por la abstracción (la sujeción) de una moneda hasta la nueva extrema derecha que ha hecho del hiperliberalismo y el antiemigracionismo su programa de expansión. Esa que hoy llama PIGS (cerdos en inglés) a Portugal, Irlanda, Grecia y España. Pero también es el espíritu de igualdad y libertad de su tradición social y republicana, la posibilidad de la sociedad de bienestar que le legaron sus corrientes socialistas, la sensibilidad para oponerse a la exclusión y el racismo. Es obvio que no es esta última Europa la que decide hoy la política hacia los países del Este.

La otra pregunta equivalente: ¿cuál es la Europa con que sueñan los manifestantes ucranianos? Seguramente no con aquella que los convertiría en carne de cañón del Banco Europeo para alcanzar un estatus, digamos, ¿por debajo de Grecia? Ese mismo orden que les quitaría, a través de la magia negra del euro, incluso la mínima autonomía que los mismos ucranianos han logrado labrar con tantas dificultades en las últimas décadas.

3. La posición de Estados Unidos frente a la cuestión ucraniana parte de otras coordenadas. Su estrategia se origina en compromisos y perspectivas globales y, por ello acaso, es mucho más radical. Visto desde una perspectiva histórica, en principio, no intervino militarmente en la crisis de Hungría (1956), ni en la de Checoslovaquia (1968), ni en la de Chechenia (2005), ni en la de Georgia (2012). Así es que no tendría por qué hacerlo en esta ocasión. Pero lo evidente es que tampoco cuenta ya con el consenso ni con la fuerza necesaria para plantear una confrontación abierta. Si en la guerra de Siria quedó muy en claro que una alianza entre Rusia y China ya era suficiente para convencer a Estados Unidos de que había alcanzado al límite, en Ucrania Putin le ha ganado prácticamente todos los movimientos de ese ajedrez. Cuando las grandes potencias decaen son las últimas en percatarse de que ya no pueden imponer las condiciones que antes les parecían tan evidentes. Le sucedió a España en el siglo XVII y a Inglaterra a principios del siglo XX. Y el mismo mal parece afectar a Washington en la lejana y agreste frontera de Kiev.