Retrato del jodido adolescente
ay dos o tres razones de la adolescencia que la razón alcanza a entender, pero son la excepción y no la norma, porque en esa etapa de la vida la razón misma se encuentra sometida a juicio sumario. La parte acusadora anda a la caza de sus cómplices reales o imaginarios y quien se atreva a salir en su defensa será convertido en coacusado. La madre se angustia y llora en silencio cuando descubre que su criaturita se ha convertido en un Robespierre implacable aunque por suerte desprovisto de guillotina. El padre oscila entre romper para siempre o emprender un escarmiento ejemplar. El aludido, por su parte, toma nota de esta nueva muestra de incongruencia de los adultos, quienes le han pedido reiteradamente que realice ejercicios de distinción entre el bien y el mal, pero entran en crisis cuando se decide a hacerlos.
Hasta aquí la obra viene siendo más fársica que trágica, y en la inmensa mayoría de los casos se mantiene en el primer género, porque aunque ambas partes hagan todas las trampas del mundo, en el fondo actúan de buena fe y con el propósito sincero de restablecer el perdido equilibrio del universo.
Los chavos no pueden obrar de otra manera por dos motivos. El primero es que hasta ese momento han sido educados en el culto a la integridad, pero de pronto descubren la masiva ambivalencia de los adultos y, a través de ella, la ambivalencia general de la vida. El caer en la cuenta de que la realidad no es íntegra ni congruente ni coherente conlleva una sorpresa dolorosa y produce rabia y retraimiento, o bien impulsos que llevan a la búsqueda de paradigmas cerrados y perfectos para refugiarse del sinsentido y de la etapa misma por la que atraviesa el individuo, incluso si ello ocurre en un entorno óptimo y sin las agravantes sociales, económicas y familiares que padece la mayor parte de los jóvenes del país, que son por todos conocidas y que están arruinando la adolescencia de millones y el presente y el futuro de todos.
El segundo es que en esa etapa de la vida la dictadura de las hormonas sobre las neuronas –una constante que suele acompañarnos desde la cuna hasta la tumba– adquiere un cariz verdaderamente crítico, porque unas y otras pasan por momentos de transformación acelerada y simplemente no están en condiciones de establecer acuerdos mínimos. Si para una persona en sus cuarentas, o para cualquier persona de cualquier edad, es difícil identificar lo que es fruto del razonamiento de lo que es producto de su hervidero químico interno, esa tarea en la adolescencia resulta sencillamente imposible.
Pero además ocurre que en algún momento impreciso entre la pubertad y la mayoría de edad, todo cachorro humano equilibrado y saludable necesita entrar en conflicto con sus padres, con su familia, con la sociedad y con el mundo para forjar su propia identidad. Ese asunto de la identidad es harto conocido en el mundo de las ciencias sociales: para construirla se requiere de una otredad que la delimite y toda identidad pasa en sus momentos iniciales por una obligada negación del otro, lo que no significa que deba convertirse, a la postre, en una cosa excluyente o nazi. Pero como la identidad o el yo
son entidades básicamente inexistentes, la única manera de delimitarlas es contrastarlas con otro ser o cosa:
–¿Quién soy yo?
–Lo que no eres tú.
Una de las dificultades que enfrentan los adultos para armonizar con los adolescentes es que éstos no sólo los necesitan para delinearse a sí mismos en el contraste, sino también, en buena parte de los casos (y así debe ser), para que les hagan el desayuno, los contengan en sus excesos y les arrojen un salvavidas cuando empiezan a ahogarse en el lago de su propia arrogancia. En esos casos es bueno tener en cuenta que cuando salgan a la orilla incriminarán, todavía empapados y escupiendo agua: Y a ti, ¿quién te dio derecho a rescatarme?
Lo anterior puede parecer un punto de vista burlón y condescendiente, pero no lo es. Los chavos necesitan explorar los límites de su sensatez y de su resistencia, necesitan operaciones de salvamento cuando las cosas van mal y requieren cuestionar el desempeño de todos. Esto no es una representación en la que se les ofrezca un espacio para sentirse superiores a los adultos, porque en muchos casos la superioridad no es una mera sensación, sino una realidad: en la adolescencia se expresan por primera vez aptitudes, fortalezas y capacidades que distinguirán a la persona durante el resto de su vida, y es razonable suponer que en algunos terrenos físicos, afectivos, éticos o intelectuales estén ya por encima de los adultos que los rodean. Y ocurre que el desarrollo en esos ámbitos no es necesariamente parejo, por lo que los chavos se convierten –casi siempre sin saberlo, eso sí– en unos costales de contradicciones.
Pueden ser dueños de una fuerza desmesurada y al mismo tiempo extremadamente débiles y vulnerables. Son extremadamente generosos y exasperantemente tacaños. Son tan irresponsables como Vicente Fox y luego se sienten responsables, personalmente responsables, hasta por los muertos de las Guerras Púnicas. Son más intrincados que Hegel y más elementales que Paulo Coelho. Se emborrachan, se pachequean, se masturban como changos y cogen como conejos, pero se preservan inocentes como el Inmaculado Corazón de María o como los propios conejos, que cogen mucho pero no pecan nada. Se apasionan con todo y todo les vale madre.
A esas y muchas otras contradicciones sincrónicas hay que agregar las sucesivas, la volubilidad y los cambios de humor. Porque cambian todo el tiempo. Cada semana, cada día, cada hora. Si ayer exhibían una frugalidad gandhiana, hoy se comen media vaca. Cuando uno está a punto de llevarlos al médico porque duermen demasiado les llega una racha de cinco días sin dormir. Un día amanecen con la sensibilidad auditiva de un espía y esa misma tarde son más sordos que un gobernante. Por momentos son empáticos como una esponja empapada en las aguas balsámicas de la piedad y luego se tornan implacables como una piedra con espinas.
Y la intensidad: aman y odian con ferocidad semejante, bailan hasta caer desmayados, discuten apasionadamente por cosas nimias, como si fueran obispos en un concilio medieval.
Es fácil aceptar el hecho de que la mayor parte del tiempo los adolescentes viven en la Luna, pero hay que reconocer también que desde allá nos formulan observaciones agudísimas sobre la realidad.
Dicho lo dicho, lo más recomendable es dar por terminado el asunto, no insistir en él y ofrecer una disculpa, porque si algo resulta molesto a los adolescentes es que uno se ponga a hurgar en su interior. Son seres extremadamente pudorosos y tienen razón de serlo y les asiste todo el derecho.
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