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PRD: un cuarto de siglo
E

l PRD, quién lo diría, cumplió 25 años, un cuarto de siglo de existencia. La celebración oficial no pudo, pese al esfuerzo de sus dirigentes, transmitir un mensaje claro de unidad, a pesar del respeto ritual con el que sus líderes escucharon las duras críticas de Cuauhtémoc Cárdenas, expuestas descarnadamente ante un auditorio atento menos a las consideraciones estratégicas que a su decisión de si compite o no por la presidencia del partido. A querer o no, la crisis marcada por la sombra de la fractura lopezobradorista sigue presente e influye en las expectativas de sus corrientes, que no quieren perder posiciones. Lejos de contar con un partido más grande y poderoso, hoy, como ayer, conviven en el PRD varios proyectos particulares, dispuestos a tensar la liga mientras las circunstancias les permitan volar con autonomía, aunque hacia el exterior sea incomprensible qué mantiene en pie la coexistencia pacífica.

Entre el partido prefigurado por Cárdenas en su discurso y el defendido por Jesús Ortega en sus artículos de opinión hay diferencias que se antojan incompatibles, pero lo más sorprendente, más allá de las invocaciones al pluralismo y la dudosa democracia interna, es que estas corrientes sigan juntas en una misma formación partidista que en muchos sentidos sigue siendo un frente, administrado y financiado como un partido de clanes. Paradójicamente, el discurso unitarista que llevó a la constitución prematura del PRD impidió que las diferencias, congeladas en los cotos cerrados de las corrientes, desataran nuevos argumentos organizativos y una verdadera democracia fundada en el debate y no sólo en la competencia por los cargos y el control de los recursos.

En ese sentido, el balance está por hacerse. Ya no basta la numeralia ad hoc, el reconocimiento expreso, legítimo, al papel jugado en el cambio democrático, incluyendo el recuento letal de las víctimas caídas en el empeño. Interesan los aciertos, sí, pero sería aún más productivo y pedagógico que el partido revisara sin prejuicios las decisiones erróneas, las elecciones perdidas, las fracturas o el desencanto de sus fieles, pero sobre todo, que fuera capaz de leer la historia para ofrecer a la ciudadanía una visión de México capaz de disputarle la hegemonía a los grupos dominantes, no de mimetizarse con ellos. La tarea, entiendo, corresponde a todas las fuerzas y no sólo a un grupo, y no es fácil realizarla. Es un hecho, no un juicio de valor, que el discurso unitario se ha desprestigiado para resaltar las diferencias. Incluso en asuntos estratégicos, como la defensa del petróleo, privan las apuestas tácticas sobre los principios.

Quizá sea la hora de estudiar la historia para enterrar los mitos y sacar conclusiones. Lo que hoy es la izquierda mexicana tendría que verse a la luz del desarrollo social, de los conflictos y la luchas que le siguen, pero también del modo como los protagonistas, los líderes actuaron y comprendieron el momento y las perspectivas. Algunos comentaristas se han referido a esos agitados días que siguieron a la caída del sistema.

Más allá de si fue la generosidad del PMS o la necesidad de no diluirse en la ola ascendente del neocardenismo, la unidad orgánica de las izquierdas en una sola formación se concretó sin realizar el balance crítico de las principales corrientes que acudían al nuevo partido. La noción de que el PRD es la síntesis del socialismo y el nacionalismo revolucionario en su vertiente más popular no es exacta o, por lo menos, no dice toda la verdad. Cierto que el nuevo partido reivindicaba como propias el espíritu y aun las tareas no resueltas por la Revolución Mexicana y, en especial, el aprecio por el programa reformador inspirado en la obra del presidente Cárdenas, contenido como proyecto constitucional de desarrollo en la Carta Magna, planteamientos que en general habían sido combatidos desde la izquierda revolucionaria. Pero al darle paso en la configuración ideológica, el naciente partido tomaba distancia de las fuerzas que habían ocupado el timón del Estado en consonancia con las corrientes conservadoras dominantes en el plano internacional como en el local. Pervivió, pues, la racionalidad del nacionalismo popular, que hoy alienta la necesidad de enfrentar la reforma enérgetica en un horizonte internacional que en nada se parece al de la expropiación en 1938. Pero el socialismo, aportado por el PMS y otras agrupaciones de izquierda, no se desplegó como tal. El antigobiernismo radical que se identifica con la revolución democrática no podía ser asimilado al socialismo, como tampoco la democratización estaba atada a la caída del partido de Estado, tal cual sucedería poco después en el mundo soviético. Hacía falta una reflexión a fondo acerca de la democracia, pensando, en efecto, en un cambio de régimen y no solamente en un acto liberador, y en esa perspectiva definir tanto el tipo de partido por construir como el programa que debía sostenerse, el cual, para ser consecuentes, tendría que unir los grandes temas de la nación y la igualdad con la defensa irrestricta de las libertades públicas y los derechos individuales, incluido el respeto al voto, leit motiv de la transición. Ese era el gran debate político e ideológico que no se dio entonces a fondo, aunque se lograran avances importantes en el terreno político. Al respecto, estando en el PRD escribí: “el… socialismo que hereda el PMS al PRD no es un nuevo socialismo. No es el socialismo democrático, sino el viejo socialismo que halló en la democracia la oportunidad para hacer la revolución inevitable pero siempre pospuesta por la historia”. Por eso, quizá, cuando sobrevino la crisis tras la caída del Muro, el socialismo se perdió en el limbo sin la menor grandeza. Todavía, años más tarde, se discutirá si el PRD es, estatutariamente, un partido de izquierda o admite otra definición, dadas sus relaciones internacionales. A un cuarto de siglo, el socialismo necesario no se reintegrará al discurso de la izquierda sin hacer ese recuento autocrítico de cara a la realidad. Al fin, el socialismo, si algo significa no es un manual o una receta.

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La barbarie, no hallo otra expresión mejor, se desliza en la sociedad mexicana. El asesinato en Cuernavaca de un reconocido profesor y su esposa es un crimen sin nombre, pero no es un caso aislado. Los asesinos, al parecer, no pertenecían a la delincuencia organizada. Eran, dicen, simples ciudadanos, como tú y como yo. ¡Basta!