Máscara vs cremallera
o es la congruencia ni la lucidez lo que caracteriza a las religiones que deambulan por el planeta, cada una con su verdad absoluta y exclusiva, edificaciones más o menos suntuosas, jerarquías, burocracia y porción diversa del siempre redituable mercado de la fe sustentado en la obediencia, pues los sencillos no debemos cuestionar la verdad revelada por Dios o por sus intérpretes, que para el caso es lo mismo.
Pero el poder, terrenal o espiritual, no se anda con bromas, y cuando de conservarlo y acrecentarlo se trata siempre está dispuesto a negociar con Dios o con Lucifer, e incluso con ambos a la vez, que mantener atemorizados e ilusionados a los creyentes demanda la suma de inteligencias y sensibilidades que antepongan la eficacia a las verdades y los fines a los medios. De ahí la enorme responsabilidad de las religiones en el avance lentísimo de la conciencia individual, es decir, de la sociedad humana.
En menos de cinco años de pontificado entre 1958 y 1963, Juan XXIII, tuvo la honradez de convocar al Concilio Vaticano II (octubre de 1962) no para acumular más bienes o reforzar defensas, sino para un examen de conciencia que permitiera a la Iglesia reconocer desviaciones y humanizar su papel ante los católicos y con las demás religiones, en una esperanzadora cuanto remota actualización de sus inflexibles dogmas. Sin embargo, siete meses después fallecía Juan XXIII y aquel promisorio aggiornamento o puesta al día de las verdades eternas, se quedó en otra máscara encubridora del poder eclesial.
En octubre de 1978, tras la súbita y poco clara muerte de Juan Pablo I, llegó al papado Juan Pablo II, que ocuparía el cargo casi 27 años. Hábil, carismático, buen actor, feroz anticomunista, autoritario, conservador, misógino adorado por las devotas, opositor recalcitrante al aborto y la eutanasia, y enemigo de la Teología de la Liberación en Latinoamérica, no obstante ser el continente que más visitó, el autor de la frase México, siempre fiel
–a la Iglesia, claro–, acusó otros rasgos que también ponen en serio entredicho su triunfalista canonización de ayer.
Uno, las denuncias de que el flamante santo encubrió a clérigos pederastas como el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, a cambio de millonarias aportaciones al Vaticano, y dos, haber bendecido en cada viaje a nuestro país ¡al duopolio televisivo! A ver si no le va como a Juan Diego.