engo una amiga y colega a la que no le va tan bien como debería, porque es una buena escritora y, aparte de mí y un puñado de amigas y lectoras suyas, nadie se ha enterado. No me preocupa que ella sufra al respecto; es natural que sufra; lo anormal sería que no sufriera; pero quiere borrarse en francés
, y esto sí me hace fruncir las cejas y zarandearla. Sostiene que s’effacer es más suave y discreto que borrarse, con esa doble erre tan dura incluso de pronunciar. Ése es el problema contigo, le alego; que ya estás borrada, o que tu t’est déjà effacée, con tu discreción y tus buenas maneras, tú solita te haces a un lado, le cedes el paso hasta a un niño, tú misma no te haces presente y no te das a respetar. ¡Ja!, exclama, entre abatida y amenazante. Espero que tu ¡Ja! sea de burla de ti misma y no de conmiseración de ti misma, porque si es de conmiseración estás perdida, le replico. Sin embargo, me quedo pensando, porque me ha contado cada cosa que le ha sucedido que, si semejantes horrores sociales me hubieran sucedido a mí, yo también me querría borrar, sólo que en español, con la fuerza y la dureza de la doble erre incluso repetida, tanto en el querría como en el borrar.
Una vez, por ejemplo, presentó la primera novela de otra amiga nuestra, hace años, por supuesto, cuando éramos veinteañeras y no sesentonas como somos; y sucedió que al terminar la presentación, y cuando la autora, la presentadora y las concurrentes celebraban con una copa de vino en el salón, alguien se acercó a ella y le preguntó con quién se iría a la cena para reunírseles. ¿La cena? ¿Qué cena?, quiso saber mi amiga; pues la cena que da la autora, le informó la otra; ¿no te invitó? No, admitió mi amiga; no me invitó.
Cuando me contó que había sido víctima de semejante gesto social, me enfurecí. Quise saber cómo había reaccionado, si por lo menos de un tirón le había derramado una copa de vino encima a su amiga la autora, o si por lo menos había abandonado ostensiblemente el salón y la celebración, segura de que su amiga la autora la viera irse con la cara en alto
y sin mirar atrás
. Pues no, me confesó; al contrario; cuando tuvimos que irnos todas juntas, yo me acerqué a despedirme de mi amiga la autora y le di las gracias por haberme invitado a presentar su libro. Claro, al llegar a mi casa, añadió (y ¡menos mal!, anticipé) me encerré en mi recámara, me eché sobre la cama y, en lugar de llorar, anhelé como nunca borrarme en francés. Ay!, exclamé, ¡si por lo menos lo hubieras anhelado en español!
En otra ocasión, y ya tiempo después de esas primeras experiencias en el mundo de la escritora, invitaron a mi amiga a ser jurado de un premio de novela fuera del país. Y me contó que de los dos días y dos noches que pasó en el hotel en que fue hospedada por las organizadoras del certamen ella no salió de su habitación sino para deliberar, una vez, y para firmar el acta, la otra, pues en ambas ocasiones la anfitriona le aseguró que la llamaría para que se reuniera con ella y las demás integrantes del jurado para comer y cenar todas juntas; y como la anfitriona no la llamó, ella permaneció esperando en su habitación, sin comer ni cenar, pues, repitió, la llamada nunca llegó. ¿Y por qué no la llamaste tú? ¡Tonta!, la increpé; ¿por qué no saliste de tu encierro y te uniste al grupo y te fuiste a comer y cenar con la anfitriona y tus compañeras de jurado? ¡Ay!, exclamé; ¿por qué? Quería borrarme en francés, admitió; era mi único deseo. Borrada estabas; más que borrada.
Lo que le sucede a mi amiga llega a ser desesperante. De nada sirve que la haga ver que como la ven la tratan y que, por tanto, si a ella la ven borrada, a ella así la tratan, como si hubiera desaparecido o no existiera, como si fuera una presencia ausente o una fantasía más que una realidad. En alguna ocasión le recomendé que cuando escribiera este tipo de experiencias suyas que la conducen al deseo de borrarse o de s’effacer, que lo hiciera burlándose de sí misma, nunca en el espíritu de conmiserarse a ella misma, porque si lo hacía conmiserándose, no iba a lograr más que acabar de desaparecer, lo cual, aunque fuera precisamente lo que sostenía que anhela, si sucediera de veras, y ella se diera cuenta de que sucedía, sería lo último que desearía, desaparecer. Yo sé lo que te digo, afirmé; como si supiera lo que decía. Por toda respuesta, mi amiga exclamó, ¡Ja!