Opinión
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La Muestra

El gran hotel Budapest

E

n Ser o no ser (To be or not to be, 1942), formidable comedia de Ernst Lubitsch, un oficial nazi le señala socarronamente a un director teatral que intenta escenificar un Hamlet: Está usted haciéndole a Shakespeare lo que nosotros le hicimos a Checoslovaquia. A propósito de El gran hotel Budapest, del realizador estadunidense Wes Anderson, basado en relatos del escritor austriaco Stefan Zweig, podría decirse algo parecido, sólo que aquí todos los absurdos detectables en la trama, la disolución de la ficción en un vericueto de ocurrencias caprichosas, la episódica irrupción de personajes secundarios, revelan una extraña y minuciosa organización del caos. Todo parece perfectamente controlado, y la película, una excentricidad absoluta, se vuelve una delicia. Una parodia de los rancios rituales de etiqueta en aquellos viejos hoteles que solían ser refugio de aristócratas y refugiados distinguidos. Para los espectadores familiarizados con el estilo del también director de Los excéntricos Tenenbaum, no hay nada que lamentar en el nuevo delirio de Anderson, y sí mucho que disfrutar en una variante afortunada, la ubicación de su trama en un país inventado, Zubrowka, ocurrencia tan jocosa como la Freedonia de los hermanos Marx en Héroes de ocasión (Duck soup, Leo McCarey, 1933).

En un gran hotel situado en esa vieja república de Europa oriental, un escritor (Tom Wilkinson) relata la historia del señor Mustafá, modesto y habilidoso botones refugiado, convertido con los años y por azares del destino en dueño de ese mismo hotel, y de Gustave (Ralph Fiennes) el elegante conserje que se vuelve su protector y cómplice en las aventuras más temerarias y esquizofrénicas. Hay de todo en la coctelería fílmica de Anderson, desde las faenas de gigoló de señoras maduras acometidas por un Gustave homosexual, hasta las peripecias de cazadores de fortunas, herederos despistados, traiciones, golpes bajos y persecuciones, y alguna historia de amor que sobrenada en el conjunto abigarrado. Uno piensa en la claridad narrativa de Stefan Zweig y en su excelencia para restituir las atmósferas de entre guerras en una Europa al borde del colapso, y no puede menos que sorprenderse del extraño tributo que Wes Anderson le rinde en esta comedia del absurdo. En nuestras latitudes, sólo podemos imaginar a Sergio Pitol y su genio narrativo en El desfile del amor. No es un azar que Pitol, Lubitsch y Zweig abreven en esa misma fuente en la que con tanta habilidad y desparpajo sabe moverse hoy el cineasta.

El gran hotel Budapest se exhibe a partir de hoy en la Cineteca Nacional.