n rumor recorre el mundo rural mexicano: en ejidos y comunidades se anticipa el inminente desembarco de inversionistas chinos en actividades agropecuarias. La anunciada reforma al campo les prepararía el terreno legal para emprender proyectos similares a los que tienen en varios países africanos.
El banderazo de salida para acordar el nuevo marco jurídico lo dio el presidente Enrique Peña Nieto en Veracruz, el pasado 6 de enero. Durante la celebración del 99 aniversario de la primera Ley Agraria, promulgada por el entonces presidente Venustiano Carranza, el mandatario señaló que este año su gobierno va a promover una profunda reforma al campo, para ponerlo al día y hacerlo más competitivo. Añadió que la iniciativa sería presentada al Congreso en el siguiente periodo legislativo.
Dos meses después de la ceremonia en Veracruz, el jefe del Ejecutivo metió freno al asunto. El 5 de marzo, en un encuentro en Colima, con tres agrupamientos campesinos nacionales, no hizo alusión alguna a plazos fatales para aprobar la nueva legislación.
Adicionalmente, ante la inquietud e incertidumbre propiciadas por el anuncio de enero, Peña Nieto dijo que no se va a modificar el régimen de tenencia de la tierra. “Para no caer en especulaciones de ningún tipo ni alimentar las que eventualmente hubiera –advirtió–, el gobierno de la República no ha propuesto ni propondrá iniciativa alguna que modifique el régimen de propiedad social que hay en nuestro país”.
Curiosamente, la reforma no forma parte del Pacto por México, firmado por el gobierno federal y los tres partidos políticos con mayor representación parlamentaria. De hecho, fue esta ausencia, lo que, entre otras razones, motivó a diversos líderes campesinos a solicitar a lo largo de 2013 la firma de un acuerdo para el campo.
La pretensión de hacer una nueva reforma es la constatación, más de 20 años después de aprobadas, del fracaso de las modificaciones al 27 constitucional de 1992 y del capítulo agropecuario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Con ellos, los problemas del campo mexicano no se resolvieron, la dependencia alimentaria creció a niveles alarmantes y la pretensión de avanzar en la expulsión de los campesinos de sus tierras y la compactación de los predios se topó con una indoblegable resistencia de ejidatarios y comuneros.
Como señala Ana de Ita, ante el proyecto del Banco Mundial, empresarios y gobiernos en turno de meter las tierras ejidales y de comunidades indígenas al mercado, campesinos e indios respondieron con una tenaz y silenciosa resistencia colectiva, al margen de las organizaciones tradicionales. Mayoritariamente se incorporaron al Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos (Procede), pero cerca de 70 por ciento registró sus tierras como propiedad de uso común. Con ello las mantuvieron como inembargables, imprescriptibles e inalienables, es decir, como estaban antes de la contrarreforma salinista al 27 constitucional. De 31 mil núcleos agrarios que hay en el país, quedaron fuera del programa unos 2 mil 700, la mayoría indígenas.
Esas tierras comunes, con frecuencia de mala calidad para sembrar, son, sin embargo, donde se encuentran los bosques, muchas de las concesiones mineras y ojos de agua anhelados por las compañías refresqueras. Se han convertido en el oscuro objeto del deseo de los grandes inversionistas.
Simultáneamente, explica Luis Meneses, resulta que la población rural no disminuyó en términos absolutos, a pesar de los intentos gubernamentales por expulsarla. En 1992 había 28 millones de habitantes en el campo, la misma cifra que existe hoy día, a pesar de la migración. Algo similar sucedió con la pretensión de compactar la tierra. A contracorriente de los deseos de los tecnócratas, se pulverizó aún más. Cuando comenzó el TLCAN había en el campo 4.5 millones de unidades productivas. Hoy existen 5.5 millones.
Por supuesto, no todo es miel sobre hojuelas. A pesar de esta resistencia campesina e indígena por conservar sus propiedades y su visión del mundo, los grandes empresarios agropecuarios y las trasnacionales del sector avanzaron a fondo en la renta de tierras de riego y en la compra de predios ejidales y comunitarios en zonas conurbadas y de desarrollo turístico. Sin embargo, ese proceso de concentración de la tierra es mucho menor que el deseado y requerido por el gran capital. Ello ha sido posible, en parte, porque existen aún candados legales que permiten a los labriegos defenderse.
La nueva reforma al campo pretende acabar con ellos. Busca facilitar la compra de tierras que hoy se encuentran en áreas comunes para, entre otras cosas, avanzar en la entrega de concesiones de explotación de gas y petróleo a las trasnacionales.
Para deshacerse de esos candados no se necesita modificar nuevamente el artículo 27 constitucional. Basta cambiar, por lo menos, los artículos 23, 26 y 80 de la Ley Agraria. Con ello, se pueden agilizar los trámites para privatizar la tierras que son propiedad social.
Con estas alteraciones, en lugar de que, como está estipulado hoy, la decisión de venta o renta de la tierra sea tomada en asamblea por las tres cuartas partes de los ejidatarios, bastaría con que fuera votada por la mitad más uno de los asistentes. Simultáneamente, se acabaría con el derecho de tanto a los familiares de los ejidatarios que quieran vender en lo personal sus tierras, es decir, se eliminaría la facultad de que gozan su cónyuge e hijos para adquirir el predio con preferencia de otro.
Sean o no ciertos los cuentos chinos que corren en el campo mexicano, la reforma es una necesidad de los grandes capitales trasnacionales, tanto para sus proyectos petroleros, gaseros y mineros, como para sus negocios agropecuarios. También para el capital financiero, que exige que la tierra pueda ser usada como garantía. El que poco más de la mitad del territorio nacional esté en manos de ejidatarios y comuneros es inadmisible para ellos. Por eso, decidieron declararle una nueva guerra a los campesinos mexicanos. Justo lo que la nueva legislación hará.
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