l Tribunal Constitucional de Madrid anuló ayer la declaración de soberanía adoptada a principios del año pasado, y con amplia mayoría, por el parlamento de Cataluña, como preámbulo a la realización de un referendo para decidir el futuro de esa hasta ahora comunidad autonómica española.
La resolución de la corte dejó abierta una puerta teórica a un derecho a decidir que no consagra uno de autodeterminación no reconocido en la Constitución, sino una aspiración política a la que sólo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad
; reconoció que no es inamovible, en principio, el artículo constitucional que se refiere a la indisoluble unidad de la nación española
. Sin embargo, en la práctica, coloca al independentismo catalán en una ruta imposible, pues lo obliga a transitar por la vía de una reforma constitucional en el marco del Congreso español, donde las fuerzas mayoritarias –el gobernante Partido Popular y el Socialista Obrero Español– no están dispuestas siquiera a considerar tal posibilidad. La cita correspondiente está fijada para el próximo 8 de abril.
En resumen, el fallo del Tribunal Constitucional coloca al separatismo catalán –mayoritariamente respaldado por la sociedad, y utilizado políticamente por el presidente de la Generalitat, Artur Mas– en el callejón sin salida en el que se encuentra desde el principio, al menos desde la perspectiva legal del marco jurídico español: para que los catalanes puedan ejercer la autodeterminación deberán contar con una aprobación previa que la clase política de Madrid, españolista y unionista en su mayoría, no piensa concederle.
El gobierno, el Legislativo y los partidos de Cataluña, por su parte, desestimaron la resolución comentada, señalaron que no tendrá efecto alguno en la hoja de ruta de la consulta separatista y acusaron al Tribunal Constitucional de ser un órgano político que decora jurídicamente sus fallos
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Independientemente de los cauces políticos y de los vericuetos jurídicos que tomen en lo sucesivo el separatismo catalán y el empecinamiento unitario de la institucionalidad madrileña, es claro que ésta afronta el problema con una idea de país más característica de los Reyes Católicos que del siglo XXI. En efecto, la unidad española a contrapelo del sentir de sus regiones y pueblos resulta contraria al espíritu democrático moderno y al derecho universal a la autodeterminación. La adhesión de una nación a un Estado, y su permanencia en él, no deben vulnerar el principio fundamental de que la soberanía reside en el pueblo –reconocido en la propia constitución actual de España– y, en este caso, el catalán se ha mostrado mayoritariamente partidario de conformar un país propio.
Por otra parte, la actitud de Madrid ante Cataluña exhibe una doble moral deplorable. No debe perderse de vista el dato de que hace cosa de tres lustros España, como parte de la OTAN, participó en la agresión occidental contra Serbia con el pretexto de defender el derecho de los kosovares a la autodeterminación, en un cruento episodio bélico que dejó decenas de miles de muertos y una devastación material difícilmente imaginable.
Para que el proceso independentista que reclaman los catalanes pueda desarrollarse en armonía, concordia y democracia se requiere, en suma, que los políticos españoles sean capaces de desintoxicarse de la ideología centralista, patriotera y autoritaria en la que se basa el rechazo a cualquier separatismo. Es fundamental, por el bien de las naciones de la península, que las eventuales independencias de Cataluña y del País Vasco sean vistas sin dramatismos ni crispaciones como un reacomodo legítimo ante un Estado que de todos modos habrá de disolverse o reducirse al mínimo si es que España sigue perteneciendo a la Unión Europea.