urante mucho tiempo, al régimen saudí se le ha considerado pilar de estabilidad en Medio Oriente; el país convocaba respeto y prudencia de todos sus vecinos. Esto no es ya cierto, y los primeros en reconocerlo son los jugadores internos en el régimen. Hoy se sienten sitiados por todas partes y están bastante temerosos de las consecuencias de los disturbios en Medio Oriente para la supervivencia del régimen.
Este vuelco deriva de la historia de Arabia Saudita. El reino mismo no es muy viejo. Fue creado en 1932, mediante la unificación de dos reinos más pequeños de la península arábiga: Hejaz y Neid. Era una parte del mundo aislada y pobre que se había liberado a sí misma del dominio otomano durante la Primera Guerra Mundial, y que vino a estar bajo el eje paracolonial de Gran Bretaña.
El reino estaba organizado en términos religiosos por una versión del islam sunita llamado wahabismo (o salafismo). El wahabismo es una doctrina de tipo puritano muy estricta que fue notablemente intolerante no sólo hacia las religiones diferentes al islam, sino hacia las otras versiones del islam mismo.
El descubrimiento del petróleo habría de transformar el papel geopolítico de Arabia Saudita. Fue una firma estadunidense, después llamado Aramco –no una firma británica– la que logró conseguir los derechos de prospección en 1938. Aramco buscó la asistencia del gobierno de Estados Unidos para explotar los campos.
Una consecuencia del interés de Aramco, combinado con la visión que tuvo el presidente Franklin Roosevelt del futuro geopolítico de Estados Unidos, fue la ahora famosa reunión de Roosevelt con el gobernante de Arabia Saudita, Ibn Saud (y que en ese momento pasó casi desapercibida). Esta reunión ocurrió el 14 de febrero de 1945, a bordo de un destructor estadunidense en el mar Rojo. Pese a la grave enfermedad de Roosevelt (habría de morir dos meses después) y a la falta de experiencia alguna respecto de la cultura y la tecnología occidentales por Ibn Saud, los dos líderes lograron forjar un respeto mutuo y genuino. El intento de deshacer esto por el primer ministro Winston Churchill en una reunión que de inmediato arregló resultaría ser bastante contraproducente, porque fue visto como arrogante
por Ibn Saud.
Aunque buena parte de la discusión privada de cinco horas entre Roosevelt e Ibn Saud estuvo dedicada a la cuestión del sionismo y Palestina –acerca de lo que tenían visiones bastante diferentes–, la consecuencia real de más largo plazo fue el arreglo de facto por el que Arabia Saudita coordinó y controló las políticas de producción de crudo mundiales para beneficio estadunidense, a cambio de lo cual Estados Unidos ofreció garantías de seguridad militar de largo plazo a Arabia Saudita.
Para Estados Unidos, Arabia Saudita se volvió una dependencia paracolonial de facto, lo que, sin embargo, permitió que la extensa familia real creciera en riqueza y que se modernizara
–no sólo en su habilidad de utilizar tecnología, sino aun en el sentido cultural, flexibilizando en sus vidas muchas de las restricciones del islam wahabita. Fue un arreglo que ambas partes apreciaron y nutrieron. Y funcionó bien hasta la segunda mitad de la primera década de 2000. Dos eventos importantes alteraron el arreglo. Uno fue la decadencia política de Estados Unidos. El segundo fue la llamada primavera árabe y lo que los saudíes percibieron como sus consecuencias negativas por todo el mundo árabe.
Desde el punto de vista de Arabia Saudita, la relación con Estados Unidos se amargó por varias razones. La primera fue que los saudíes sintieron que la anunciada reorientación Asia-Pacífico
que remplazaba la (por muchos años) dominante orientación Europa-Atlántico
de Estados Unidos implicaría una retirada de su activo involucramiento en la política de Medio Oriente.
Los saudíes vieron ulteriores evidencias de esta reorientación en la disposición de Estados Unidos a entrar en negociaciones con el gobierno iraní y el gobierno sirio. De modo semejante, se sintieron mal por el anunciado retiro de tropas de Afganistán y por la clara renuencia a involucrarse en otra guerra en Medio Oriente. Sintieron que ya no podían contar con la protección militar estadunidense si llegara el caso de necesitarla. Por tanto decidieron jugar sus cartas independientemente de Estados Unidos y, de hecho, contra las preferencias de ese país.
Entretanto, sus relaciones con otros grupos islámicos se hicieron más y más difíciles. Tuvieron mucho cuidado de cualquier grupo que estuviera vinculado con Al Qaeda. Y por buenas razones, dado que hacía mucho tiempo que Al Qaeda había dejado claro que buscaba el derrocamiento del régimen saudí existente. Una cosa que los preocupaba especialmente eran los ciudadanos saudíes que se fueron a Siria y se involucraron en la yihad. Temían, recordando la historia pasada, que estos individuos regresaran a Arabia Saudita, listos para subvertirla desde dentro. De hecho, el 3 de febrero, por decreto real (una rara ocurrencia), los saudíes ordenaron el regreso de todos sus ciudadanos. Buscando controlar su modo de retornar, intentaron dispersarlos desde sus avanzadas para minimizar su capacidad de crear organizaciones internas. Parece dudoso que estos jihadis obedecieran. Consideran este edicto un abandono del régimen saudí.
Además de los potenciales adherentes a Al Qaeda, el régimen saudí ha tenido una relación difícil con la Hermandad Musulmana de mucho tiempo atrás. Aunque la versión que del islam tiene esta última es también salafista, y en muchos aspectos semejante al wahabismo. Hay dos diferencias cruciales. La base principal de la Hermandad Musulmana ha sido Egipto, mientras la base wahabita está en Arabia Saudita. Así que, en parte, esto siempre ha sido una competencia por ver cuál sede es la fuerza geopolítica dominante del Medio Oriente.
Hay una segunda diferencia. Debido a su historia, la Hermandad Musulmana siempre ha mirado a los monarcas con ojo agrio mientras el wahabismo se ligó cercanamente con la monarquía saudí. El régimen saudí no ve bien la diseminación de un movimiento al que no le importe un derrocamiento de dicha monarquía.
Y aunque alguna vez tuvieron buenas relaciones con el régimen baathista en Siria, esto ahora es imposible debido a la intensificada polarización entre sunitas y chiítas en Medio Oriente.
La falta de aprecio de los saudíes hacia los laicistas, los simpatizantes de Al Qaeda, los que respaldan a la Hermandad Musulmana y el régimen chiíta baathista, no deja ningún grupo obvio al cual respaldar en Siria. Pero no apoyar a nadie no protege ninguna imagen de liderazgo. Así que el régimen saudí manda armas a algunos cuantos grupos y pretende que hace mucho más.
¿Es Irán realmente el gran enemigo? Sí y no. Pero para limitar el daño, el régimen saudí está involucrado secretamente en conversaciones con los iraníes, conversaciones cuyos resultados son inciertos, dado que los saudíes creen que los iraníes buscan alentar a los chiítas a que hagan erupción en Arabia Saudita. Y pese a que el número total de chiítas en Arabia Saudita es incierto (tal vez 20 por ciento), están concentrados en la esquina sudeste, precisamente el área de mayor producción petrolera.
Casi el único régimen con el que los sauditas están en buenos términos es el de Israel. Comparten la sensación de estar sitiados y temerosos. Y ambos se involucran en el mismo tipo de tácticas políticas de corto plazo.
El hecho es que, en lo interno, el régimen saudita tiene pies de barro. La élite interna está ahora cambiando –de la llamada segunda generación, los hijos de Ibn Saud (los pocos hijos sobrevivientes son bastante ancianos), a los nietos. Es un grupo grande que no ha sido probado y que podría ayudar a derrumbar la casa en su competencia por llenarse las manos con los despojos, que son todavía considerables.
Los saudíes tienen buenas razones para sentirse sitiados y temerosos.
Traducción: Ramón Vera Herrera