Opinión
Ver día anteriorLunes 10 de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Tiempo de meditar
D

espués de haber pasado un año, 2013, en el que tuvieron que ser puestas en juego las mejores y más eficaces capacidades del nuevo régimen, presidido por un joven político de una nueva generación, lleno de optimismo y energía, que le han generado un dinamismo muy especial, me parece que es tiempo de meditar sobre lo que pudiera considerarse haber logrado en este corto lapso, desde que inició la nueva administración y, desde luego, también, y simultáneamente, sin perder la dinámica conseguida en los demás integrantes del propio Poder Ejecutivo tanto federal como en el estatal, el Legislativo y en el Judicial.

Tengo para mí que hay también que tomar la dinámica lograda en el sector público, en un sistema político democrático de poder en el que se hace verdaderamente indispensable sumar a la sociedad civil en este gigantesco esfuerzo y subir a todos, absolutamente a todos, al tren que debe llegar a estaciones que, si bien ya están a la vista, están todavía distantes, y en algunos tramos no están todos los rieles en su lugar, y yendo a mucha velocidad, y siendo, como lo es, extremadamente difícil, hay que terminar esta fase inevitable, con la anticipación requerida por el tendido de estos rieles, para cuando llegue el tren, no vaya a haber algún percance que lo descarrile.

Me atrevo aquí a plantear esta observación porque, al iniciar la meditación que me ha parecido que ya es tiempo de iniciar, no me he podido quitar de la cabeza algunas recomendaciones que hace Maquiavelo en su obra más característica, El príncipe, la cual creó con el propósito de obsequiarla a Lorenzo de Médicis, a quien le integra una muy lógica justificación de su osadía, explicando en la introducción que él considera que no hay mejor regalo que un libro, para luego, ya en el texto, la edición anotada, nada menos que por Napoleón Bonaparte.

En el capítulo 23, en el que trata el problema que crean al príncipe los aduladores –que desafortunadamente existen en todas las cortes– afirma el buen Maquiavelo que los príncipes no pueden evitar a los aduladores, pues la falta es de ellos y no del príncipe; la única manera para deshacerse de ellos es mostrarles a todos los miembros de su corte que la verdad no les ofende. Luis Villoro es un ejemplo mucho más cercano en el tiempo y en el espacio y su ejemplo, de quien mantiene una línea crítica reconocida por el propio Presidente de la República de un modo muy positivo, lo mantendrá vivo en nuestra memoria.

En la seguridad de que en los más altos puestos de la estructura del poder en nuestro país no solamente le han dicho la verdad a los jefes de Estado, sino que, trasladado a su equivalente, en nuestro país, donde el único príncipe que hemos tenido sobre nuestro suelo, con el encargo de algunos mexicanos a quienes les gustaba la idea de participar en su corte.

Como bien sabemos, lo que encontró aquí fue a un Benito Juárez recorriendo todo el territorio, con una gran serenidad y un patriotismo a toda prueba de ofrecimientos disuasivos.

Para fortuna nuestra, el indio de Guelatao ya tenía todo su tiempo ocupado las 24 horas, sin descanso alguno, y dedicaba toda su energía que era capaz de generar como respuesta a la confianza del pueblo mexicano en que llevaría a su majestad el príncipe Maximiliano al único sitio que le correspondía por su ilusión infundada completamente: al cerro de las Campanas en Querétaro, a pasarlo por las armas de un modesto ejército, en un acto de congruencia con el sentimiento mayoritario del pueblo mexicano solidario con Benito Juárez.

Ni la princesa de Salm Salm, en San Luis Potosí, ni nadie pudo convencer a Juárez de conmutar la pena de muerte decretada al emperador europeo.

El patriotismo de los mexicanos de entonces, en el siglo XIX, disponiendo de los ejércitos europeos que trajo con él, de Francia y de Bélgica, tampoco ahora mismo, podría tener éxito ningún intento de sojuzgar al pueblo que finalmente comprendió que nuestro destino, tendría que ser por su propio derecho determinado por los mexicanos, es decir, por Benito Juárez, del creador del apotegma tan pequeño, pero tan grande como quien lo escribió y lo grabó en las conciencias y en la voluntad de todos los compatriotas de ese siglo en el que les tocó vivir, y que todavía, por mucho tiempo, ha de ser la concreción sintética unificadora de todos los mexicanos: entre los hombres como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz.