ientras el mundo se desliza hacia una suerte de segunda guerra fría sin ideologías (entre comillas, of course), donde se multiplican las insurrecciones en la plaza pública como vía para deponer gobiernos sin apelar a las urnas, en México prosigue el acicalamiento de la figura presidencial como eje del sistema político. Véase, por ejemplo, la aparición de Peña Nieto en el aniversario del PRI. Más que la temida o ansiada restauración, asistimos a la paulatina constitución de lo que pretende ser el partido hegemónico bajo los paradigmas de la nueva filosofía global tras la puesta en marcha de las reformas estructurales. Al conmemorar el aniversario de su partido, el Presidente dijo: Somos un partido que sabe adaptarse a los tiempos, que no rehúye a los cambios. Más bien, está decidido a encabezarlos
. Esa reconversión del PRI exige nuevos acuerdos con las fuerzas dominantes, diálogo con las oposiciones y un discurso capaz de hacer del pragmatismo algo más que una política oportunista, lo cual no sería nada nuevo. La condición para ello es que el resto de las fuerzas políticas y sociales, incluyendo a las orgullosas organizaciones de la sociedad civil, acepten la existencia de un pluralismo que, más allá de sus legítimas diferencias, ratificadas en las urnas y en trabajo parlamentario, admita la necesidad de la unidad nacional como expresión suprema de su existencia y, en última instancia, al PRI –y al Presidente– como el representante mayor de la evolución institucional y programática que nos ha traído hasta aquí. Algunos, claro, no hallan nada cuestionable en esa ruta.
Sin embargo, la pobreza del discurso presidencial no permite vislumbrar el futuro luminoso tan prometido. Esta es la hora que los reformadores del PRI, tan propensos al envanecimiento mediático, no han esbozado los grandes trazos de ese proyecto nacional que, dicen, respalda las ambiciones transformadoras del Ejecutivo. Peor aún: la celeridad con que el gobierno y sus aliados aprobaron los cambios constitucionales en temas estratégicos, vitales para la configuración del Estado, sin, además, tener a la vista el cuadro completo de sus posibles implicaciones, nos devolvió al conocido mundo de la improvisación, que en México es el del ajuste de la norma a la voluntad de los intereses particulares. La increíble demora en la formulación de las leyes secundarias en materia de telecomunicaciones y energía (por no hablar de la irresponsabilidad en asuntos como la creación del INE) nos deja ver hasta qué grado el llamado proyecto nacional del priísmo no será otra cosa que el resultado de la negociación con los intereses implicados, lo cual, por cierto, redefinirá el marco en el que se mueve el grupo dirigente y la naturaleza de sus propias perspectivas.
No extraña que el PRI, tan atento a recordar su legado, deje en la penumbra su visión sobre el presente, pues a menos que se confunda la realidad con las leyes aprobadas (algunas en tiempos que no admiten ni siquiera la lectura profunda de las propuestas) al PRI no le interesa dar cuenta de la situación real, explicar su postura, definir líneas de acción, así sólo fuera en apoyo a las posiciones de la autoridad. No estaría de más saber si los priístas tienen algo que decir respecto a la crisis de seguridad o proponen alguna salida a la situación michoacana, donde varios de los alcaldes más cuestionados pertenecen a su partido. Lamentablemente, como en otros tiempos, el PRI sigue siendo la gran maquinaria electoral pero no un partido en el sentido moderno del término como presumen sus ahora democratizadas figuras. Creo que el triunfalismo no ayuda a entender hasta qué punto la democracia mexicana vive tiempos de urgencia. Basta observar, por ejemplo, cómo las mínimas concesiones a un modo de ver la política fiscal son arrogadas a las primeras reacciones del empresariado que no está dispuesto a ceder privilegios, echando por la borda la promesa de afincar la universalización de algunos derechos en la mejor distribución del ingreso. Peña Nieto se siente en caballo de hacienda hacia el 2015, pero no ha explicado aún como resolverá la crisis educativa o el desorden energético o la falta de crecimiento que ahoga la creación de empleo y somete a millones al tsunami de la pobreza. El cansancio ciudadano es acumulativo y en países donde la tradición democrática es endeble o está cuestionada no sorprende que la utopía de la calle se imponga como salida necesaria. Bien haría el PRI (y otros partidos) en reflexionar sobre lo que ocurre hoy en Venezuela.