upe de buena y cercana fuente que cuando el INBA planeó su interesante temporada de cuartetos de cuerda 2014 en el Teatro de Bellas Artes, el proyecto original contemplaba prudentemente abrir sólo el primer piso, y darse por bien servidos si se llenaba. Se equivocaron cabalmente: las dos primeras sesiones, con el Cuarteto Emerson, casi llenaron los tres pisos del teatro, lo cual puede considerarse un éxito rotundo, dada la infrecuente presentación de música de cámara en ese recinto. Me dijeron, oídos conocedores y bien entrenados, que el primer concierto del Emerson (con Mendelssohn, Britten y Beethoven) fue excelente, destacando especialmente su ejecución del Cuarteto No. 3 del gran compositor inglés. Por lo que pude escuchar, el segundo, realizado a la noche siguiente, no lo fue menos. Se inició con el Cuarteto K. 428 de Mozart, tocado con un exquisito equilibro de voces, con un delicado balance en los episodios en los que todavía hay un protagonismo cuasi-arcaico del primer violín. Este cuarteto mozartiano no es ni tan luminoso ni tan extrovertido como otros de su catálogo, y el Emerson supo expresarlo con claridad, destacando las fugaces notas de paso que parecen contradecir la armonía básica de la obra y, de paso, oscurecer un poco el discurso. En ese sentido, el Cuarteto Emerson pareció prefigurar las ambigüedades armónicas que habrían de cristalizar en la música de Franz Schubert.
En el Sexto cuarteto de Bartók (último de los que compuso) el Emerson trabajó con sus violinistas intercambiados, cosa que no se ve con mucha frecuencia. Desde el melancólico, profundo canto inicial de la viola sola y el potente unísono que parece despertarla, y desde las texturas más sencillas ancladas en lo popular hasta el tejido contrapuntístico mucho más denso que caracteriza las partes más sustanciales de la obra, el Cuarteto Emerson puso todo en su lugar, construyendo el edificio bartokiano con una atractiva combinación de fogosidad y mesura. Alguien que sabe mucho más que yo de estos menesteres comentó esa noche que este Cuarteto No. 6 de Bartók había carecido de la áspera rabia que caracteriza a otras interpretaciones (y a mucha de su música), lo que me llevó a preguntarme retóricamente si hay que interpretar todo Bartók a la manera de su famoso Allegro bárbaro, o si hay lugar para limar en ocasiones algunas de sus aristas más ríspidas. Lo mejor de esta ejecución: el expresivo manejo que hizo el Emerson del doloroso sarcasmo de la Burletta, y la concentrada introspección que aplicó en las portentosas últimas páginas del cuarto movimiento.
Para concluir su emotivo recital, el Cuarteto Emerson tocó La muerte y la doncella, de Schubert, eligiendo presentarlo, de principio a fin, como el drama romántico que efectivamente es, sin caer nunca en la tragedia insondable que no es, y que suele ser una trampa de falsa expresividad en la que a veces caen cuartetos menos experimentados. Contrastes poderosos, sí, pero sin excesos ni manierismos; pasión expresiva, sí, pero nunca la desmesura paroxística. Y, en efecto, gracias entre otras cosas al inteligente orden elegido para estas tres obras, el Emerson llegó finalmente a la expresión más evidente y clara de la inestabilidad armónica schubertiana prefigurada en Mozart, especialmente en el sobrio tratamiento del tema inicial del cuarto movimiento de este bello cuarteto que antes fue canción.
Esta reseña va como preámbulo a la recomendación de no perderse el resto del ciclo de cuartetos en el Palacio de Bellas Artes. La programación es de primera. El 22 de marzo y el 8 de abril, el Cuarteto Latinoamericano, con música de Revueltas, Barber Ortiz y Beethoven en la primera fecha, Mignone, Lavista y Verdi para la segunda. El 21 y el 24 de mayo, el Cuarteto Arditti: obras de Harvey, Valdez Hermoso, Torres Maldonado, Carter y Nancarrow el día 21; Berg, Paredes y Birtwistle el día 24. Los días 21, 22, 24 y 25 de junio, auténtico broche de oro para este ciclo: el Cuarteto Jerusalén hará la integral de los 15 cuartetos de Shostakovich, oferta absolutamente imposible de rechazar.