l secretario de Defensa de Estados Unidos, Chuck Hagel, anunció ayer una disminución histórica del ejército estadunidense, el cual quedará reducido a unos 450 mil efectivos, de los 520 mil con los que cuenta actualmente. Alcanzará así la menor cantidad de elementos desde 1940. Asimismo, el funcionario informó que la fuerza aérea eliminará su vieja flota de aviones de ataque A-10, a fin de concentrar los recursos en el desarrollo del cazabombardero de quinta generación F-35.
Tales medidas no sólo obedecen a los cambios en las prioridades estratégicas de la superpotencia, sino también a la necesidad –impuesta por el Congreso– de disminuir su astronómico presupuesto de defensa, el cual ha pasado de más de 600 mil millones de dólares –en los tiempos de George W. Bush y la guerra contra Irak– a sólo
500 mil millones, que es la suma para el año fiscal 2015.
La primera razón, la de las prioridades estratégicas, no sólo se refiere al desplazamiento geográfico de lo que Washington considera amenazas
potenciales del Atlántico a la región Asia-Pacífico sino, sobre todo, a la transformación de las modalidades de la guerra: la eficiencia de los medios militares ya no reside en enormes concentraciones de hombres, artillería, transportes terrestres, aeronaves y navíos, sino, primordialmente, en la complejidad tecnológica de los sistemas de armas y en la capacidad de obtención, procesamiento, integración, almacenamiento, protección y transmisión de ingentes cantidades de datos.
Es ilustrativo a este respecto el énfasis que la administración Obama ha puesto en el diseño y la producción de aviones no tripulados, el desarrollo de munición inteligente
y la expansión de redes de espionaje masivo como la que puso al descubierto Edward Snowden.
Pero, en términos generales, la maquinaria de guerra del país vecino sigue siendo una estructura monstruosa e hipertrofiada que cuesta ingentes cantidades de dinero a los contribuyentes, que representa una permanente amenaza para la soberanía y la paz de muchas naciones y que, lejos de garantizar la seguridad de los estadunidenses, la pone en constante riesgo.
Por otra parte, a juzgar por programas como el del ya mencionado cazabombardero F-35 –cuyo costo por unidad se calcula entre 153 y 200 millones de dólares, y cuya utilidad real en combate ha sido puesta en duda por numerosos expertos–, da la impresión de que la prioridad del Pentágono no es defender al país de amenazas fantasmagóricas e inciertas, sino asegurar altos rendimientos a los accionistas de las empresas fabricantes de armas.
Por lo demás, el gasto militar estadunidense sigue siendo, por mucho, el más elevado del mundo en montos totales y uno de los más altos en proporción al producto interno bruto. El presupuesto del Pentágono representa más de 40 por ciento del dinero que se destina en el planeta a medios de guerra, por encima de la porción china (8.2 por ciento), rusa (4.1 por ciento), inglesa (3.6) y francesa (3.6). Esto significa que Washington gasta en sus fuerzas armadas el doble que todos los otros integrantes fijos del Consejo de Seguridad de la ONU juntos.
Desde esta perspectiva, los recortes al presupuesto militar, las reducciones de elementos y equipos y la reorientación de los gastos anunciados ayer por Chuck Hagel no implican, de ninguna manera, que Washington haya modificado un ápice su tradicional actitud belicista, sus afanes hegemónicos o sus pulsiones históricas a las incursiones armadas en contra de otras naciones; se trata, simplemente, de cambio de medios para los mismos fines.