Opinión
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El don
H

ace unos días un amigo me regaló esta frase: No hay más que una manera de conmover: mostrar los hechos, las cosas, sin decir el efecto que pueda ser empleado por un alma sensible no filosófica (que nos lleva al conocimiento del hombre). Es de Stendhal y está escrita en su diario el 6 de febrero de 1805. La recibí como una invitación que me llevó a recordar las historias de la meseta purépecha de Michoacán, una inmensa geografía cultural llena de pasión y vida que en sus historias renace a cada parpadeo de los hombres y mujeres que la habitan. Aquí, la fuerza del bosque y el prestigio no se pueden separar de la convivencia en los valores comunitarios. Es como si el Eclesiastés ritmara la cadencia de los días: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora… Tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar los plantado;… tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar”.

Así llegué hace muchos muchos años hasta don Remigio, lo acompañé en los caminos y nunca conocí su apellido. A medida que escuchaba el sonido grave, melancólico y rasposo de la chirimía, su pensamiento se iba con la música hacia otros rumbos en el tiempo. Para encontrar el sonido que buscaba se hundía entre sus recuerdos. Y de los lugares más recónditos siempre salía la voz de su abuelo y su manera de tocar. Con su instrumento de madera de madroño entre las manos, escuchaba claramente la voz de don Delfino refiriéndole los consejos de su propio abuelo para acariciar en forma exacta los nueve agujeros infinitos, para besar con suavidad la boquilla de dos hojas de carrizo y lograr, en un solo momento, escuchar a todos los músicos de la sierra.

Nunca entendió cómo se perdía y solito se encontraba escuchando a los padres de hace más de 400 años enseñarle el arte de la música. Se veía a sí mismo, escogido por el viejo padre Sebastián de Trasierra quien, cumpliendo las órdenes de Fray Juan de San Miguel, juntó las mejores voces infantiles para cantar en la capilla y para que aprendieran a tocar el órgano. Y echaba de ver cómo fue muy bien enseñado en los principios musicales, pues cantaba con destreza y tañía muy bien todos los instrumentos.

Siempre le acontecía que apenas comenzaba a tocar para una fiesta, su pensamiento se le iba buscando el sonido justo, la variación certera. Y aunque nunca se sentía especialmente satisfecho de lo logrado, era el músico más buscado para amenizar las bodas, las danzas de los pueblos, los entierros.

Por eso conocía al dedillo los cuatro géneros preferidos por la gente del bosque. Sea un abajeño, algún torito, un son regional o un sonecito, siempre sabía en qué ocasión tocarlo o en cualquier momento complacerlo. De entre los cuatro él no tenía ningún preferido. Como con los hijos, a cada uno le conocía atributos y defectos.

Sabía que el abajeño, conocido por ese nombre porque es un son de allá abajo, de la Tierra Caliente, se podía tocar con cualquier agrupación: de arpa grande, con banda, con mariachitos o con chirimía. Por su sonido que invita al zapateado, era preferido en bodas y en las danzas de viejitos, cúrpites o negritos. El prefería tocarla para cúrpites pues, amén de ser tan vieja y de costumbre, era en la que más diabluras podía ver. Además le recordaban sus tiempos de soltero y con ellos el momento cuando escogió a la que ahora es su mujer para que le bordara su vestido. La excitación se le salía por los ojos cuando fue a recoger su delantal. Lo vio tan hermoso que de inmediato supo que era correspondido. Ahora ya tiene un hijo que tañe también los instrumentos.

Para las secas prefiere armar su banda de alientos para tocar los toritos. Esperando estas ocasiones se prepara ensayando toritos tan antiguos que ya ni se sabe quién los compuso y, para mostrar su habilidad, compone varios para ser ejecutados en cada importante festejo. Por eso hay toritos para todo. Torito para quemar castillos, toritos para llevar los toros al corral, toritos para levantar a un niño Dios, toritos para bajar la bandera, o para subirla, toritos para quemar un toro pirotécnico, toritos de carnaval.

Para la temporada de aguas, que es cuando se debe de tocar el son regional, él prefiere juntar su conjunto de cuerdas, que es lo más tradicional. Pero como es época en que se prefieren bandas, a veces acepta formarla a regañadientes pues sabe que un músico no puede ir contra la corriente. Con esta agrupación toca en las festividades del Corpus que es, de entre las fiestas, una de las mejor guardadas por todos. En esta celebración se organiza una vistosa danza de animales en las que los bailarines se disfrazan de lobos, leones, toros, gatos, águilas, caballos. Todos con pieles o plumas originales. Hombres y mujeres de todos los oficios tienen la obligación de poner sus mercancías en la plaza y al pasar por las calles acompañados de la música, arrojan sus obras o productos con gran liberalidad. Cada oficio se compromete además a levantar un altar representando algún cuadro religioso con todos los productos imaginables: flores, aves, piedras, ramas, huesos.

Pero de todos los géneros el que más satisfacción le da ejecutar es el sonecito. Se diría que es una música creada especialmente para tocarse por una chirimía. Además, se toca asociado con las ceremonias y las danzas religiosas. Por eso todos los temas se relacionan con los pasos o los momentos de la danza: la cruz, la reverencia, la presentación, la cadena, el caracol.

Cuando termina una tocada siente que sus abuelos lo estuvieron escuchando todo el tiempo. Por eso, mientras camina de regreso a su casa, le pregunta a ellos cómo estuvo. Quiere saber si pudo lograr aquel sonido que lo acerque al cielo. Aquel sonido al que nadie ha podido llegar todavía y que él busca, busca y busca. Ese sonido que haga recordar toda la historia a todo el que lo escuche. Que para eso, le dijeron, en su nacimiento, el padre de su madre le dio ese don.

Twitter: @cesar_moheno