los 20 o a los 100 años, morir es siempre un acontecimiento. François Cavanna acaba de morir. Tenía 91 años. Algunos comentan: bella edad, una edad avanzada. No hay edad bella ni avanzada para morir.
La vida de François Cavanna fue tan plena, tan rica, que habría podido continuar regalándonos las dichas que él aportaba naturalmente, semejante a un árbol que, incluso centenario, ofrece cada primavera el regalo de sus flores. De un padre albañil italiano y de una madre de origen ruso que trabajaba haciendo el aseo, quienes huyen la Italia fascista de Benito Mussolini, el hambre y el desempleo, François nace en París en 1923. El niño recibe la educación gratuita en una escuela pública de Francia. Aprende la lengua francesa, de la cual se enamora. Un amor de niño es más grave, más hondo, más verdadero y sólido que cualquier otro amor. Tal será la historia de su vida.
En la escuela, el pequeño François sufre los sarcasmos de sus camaradas. Para éstos, él es un rital
, denominación peyorativa para estigmatizar a los inmigrados, e hijos de éstos, de origen italiano. Así son las tiernas creaturas: crueles hasta la médula de los huesos. François no se perturba, pues decide conquistar el propio territorio de quienes lo insultan: la lengua francesa que aprende. Será escritor.
Antes de llegar a serlo, Cavanna será achichincle en estanquillos, obrero, albañil, requisicionado por el servicio de trabajo obligatorio (STO) durante la guerra y la ocupación de Francia por los nazis, voceador, dibujante en algunas revistas. En suma, sobrevive. En una de estas publicaciones, conoce a un cierto Bernier, cabeza de los voceadores. Hay afinidad entre ellos: su irreverencia, su anarquismo. Poco a poco, amigos. A los dos fastidia trabajar para imbéciles. Deciden crear su periódico. Ese será Hara-Kiri, journal bête et méchant (Hara-Kiri, diario estúpido y malvado). Cavanna firma Cavanna; Bernier, Professeur Choron. Ambos son autodidactas.
Apenas lanzado, Hara-Kiri se transforma en una bomba. Es una explosión de aire fresco en una sociedad francesa momificada y hedionda. Quienes lo leen, estudiantes o proletarios, rebeldes de todo tipo y de medios distintos, se precipitan para leer a Cavanna y las violentas sátiras de Choron con sus fotonovelas. Un éxito, no, un triunfo. Inventaron o, más bien recuperaron lo que nunca dejó el pavimento de París: la palabra, la guasa, la chunga, en síntesis, la lengua de Gavroche, el pícaro parisiense de Los miserables.
La prosa y las caricaturas publicadas en ese periódico jugaron un papel decisivo en Francia: puede afirmarse que el movimiento de mayo de 1968 fue en parte inspirado por el espíritu alerta de Cavanna, anticonformista y rebelde.
Deja una cincuentena de libros, cuya lectura deleita a un vasto público de las más diversas clases. Anarquista sin rencores ni odios. La respuesta a las injusticias es la carcajada que provoca el rey desnudo. La insolencia del visionario, del hombre que no puede ser engañado por falsas apariencias. No se trata de la indiferencia o de un alzarse de hombros del cinismo hastiado. Es la disección del paraguas, la autopsia del conformismo de la política correcta sin las ilusiones de los mañanas que canta La internacional.
Cavanna trabajó hasta el último día en el hospital donde luchaba contra el Parkinson. François no tenía derecho al descanso, porque nunca se ocupó de cotizaciones y papeleos administrativos. No iba a contradecir su anarquismo. Puede decirse que su decadencia física comenzó con la caída de su viejo perro en un bosque. Cavanna decidió cargar sus 60 kilos olvidando su osteoporosis. Vinieron otros achaques. Y el final, decidido por él, cuando los médicos le propusieron mantenerlo en vida vegetal. Prefirió despedirse con un guiño a Virginie Vernay, un amor platónico de 30 años que su desaparición no termina.
A despedirlo en el Père Lachaise acudió un gentío jubiloso y triste para el que François Cavanna sigue vivo.