Opinión
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El archivo de La Isla
E

s famoso que Walter Benjamin advirtió alguna vez que no existe documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie. Nada remite a la presa sobre la que se erige todo pasado cultural más que un orden inconexo, o ya invisible en tanto que orden, de ruinas y vestigios de ruinas. Son los vencederos los que gozan del atributo de proyectar a la devastación que les abrió paso como un patrimonio cultural. Sin embargo, Benjamin nunca aclaró dónde podría yacer la remisión (o el residuo) de la espectralidad de la historia, la historia entendida (y vivida) como multiplicidad de pasados posibles, suprimidos en su mayoría de (y por) los documentos de la cultura. No habría entonces acaso que preguntarse por la pequeña llama encerrada en la inversión de su sentencia: ¿qué pasaría si un documento de barbarie devienera un documento de cultura?

Nada más difícil, ambiguo y arduo que recobrar a las voces lejanas e inaudibles de esa multiplicidad suspendida, arruinada por los espectáculos y las fabulaciones de sus mudos triunfadores. Pero hay siempre, así sea como callada latencia, una pequeña ventana, un atisbo de sombras, por donde esa mirada despierta a ese otro ángel de la historia, el ángel que no deja atrás a uno solo de sus muertos. Latencia es simplemente lo que yace oculto que (sin poder) se esfuerza por salir a la luz.

Porque la historia –si es que Reinhart Koselleck tuvo un momento de inspiración– no la escriben los vencedores. Ellos la celebran. Por el contrario, la escriben, en tanto que deriva absoluta de todo aquello que permanece, los vencidos. Aquellos que escriben desde el frente de la derrota. El mismo frente que atisbó a Tuccdides y a Maquiavelo, a Tocqueville y al mismo Benjamin. La razón no es compleja. Son los que se preguntan por qué pasó lo que pasó. ¿Por qué no pudo ser de otra manera? ¿Cómo salir de la parálisis? Aquellos que escriben desde el horizonte de las presencias invisibles que dan sentido a lo que aparentemente acaba por perder sentido. El sin sentido en posesión del olvido.

La Isla. Archivo de una tragedia”, el documental del cineasta alemán Uli Stelzner sobre el sorpresivo hallazgo del principal centro de documentación de la Policía Nacional de Guatemala, es el patente testimonio de la promesa que puede encerrar convertir un documento de barbarie en uno de la cultura contra el olvido.

El documental fue estrenado originalmente hace cinco años en Holanda y hace cuatro en Guatemala, no obstante las intimidaciones y las amenazas de bomba a la sala donde se proyectó. Preocupado por las amenazas, el cineasta se dirigió con el embajador alemán en Guatemala. Éste le repondió: ¡Lo mejor es consultar con el embajador de EU! Hay quien dice que Europa se está muriendo; esa tarde murió un poco en Guatemala. Uli no le hizo caso. La exhibición fue un éxito cinematográfico y político.

En 2005, un incendio consumió las instalaciones de La Isla, uno de los centros de detención y tortura donde se alojaba la Policía Nacional. De sus sótanos emergieron 80,000,000 (¡ochenta millones!) de documentos que cubren la historia de la policía guatemalteca en la mayor parte del siglo XX. Los papeles se encontraban en el fango, muchos semidestruidos, otros mojados, otros más semiquemados. Comenzó la labor de curaduría por parte de las comisiones de derechos humanos.

Lentamente la información empezó a dar sentido a lo que ocurrió en Guatemala entre 1960 y 1995. Y sólo hay una palabra para describirlo: el mayor holocausto humano y político en la historia de las dicataduras de América Latina. Más de 160 mil muertos; muchos de ellos torturados y vejados. Más de 40 mil desaparecidos.

Tres décadas y media de depredación que exterminaron a franjas enteras de la oposición política, a pueblos y aldeas de las regiones indígenas y a miles y miles de ciudadanos simplemente indiferentes.

La fuerza del documental no radica, sin embargo, en la integridad de su denuncia, sino en su lenguaje. No es el lenguaje del periodismo ni del discurso de lo político. Es el que Paul Celam definió alguna vez como el único lenguaje capaz de convertir al duelo interrumpido de quienes fueron expropiados de rostro, historia y memoria en desafuero de las almas del presente: el lenguaje de la poesía.

En La Isla la muerte es un asunto estrictamente de los vivos, de los sobrevivientes: no el duelo por las víctimas –como sugieren los aterradores estudios actuales sobre la tolerancia y la reconciliación–, sino el rencuentro con los estratos más profundos de la historia.

La única manera en que la historia, para Benjamin, se convierte en señal de alerta para los vivos: el mandato de la reparación. Es decir, la confianza en dotar el sentido de la otra historia, la no visible, la incautada por el archivo, para enmudecer a los documentos triunfantes de la cultura.