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Argentina: democracia real y golpismo inducido
A

ntes era fácil: los políticos antidemocráticos y anticonstitucionales tocaban el timbre de los cuarteles, y los militares se cuadraban para salvar la nación. Ahora es distinto: tras haber recibido algunas lecciones políticas, los militares sólo se cuadran frente a la Constitución y los políticos democráticos.

Desde 1912, con la instauración del voto secreto y obligatorio (universal, a partir de 1916, más el voto femenino en 1947), los argentinos padecieron poco más de 41 años de golpes militares y proscripciones políticas, con apenas 57 de democracia plena y efectiva (22 con gobiernos radicales, y 35 años con gobiernos peronistas).

Los números revelan que, desafortunadamente, el sentido profundo de la democracia no ha sido el plato fuerte de los argentinos. Resta por hacer y, en este sentido, habrá que seguir lidiando con dos grandes problemas: el de ciertas izquierdas que en la democracia ven meros subterfugios clasistas, y el de las derechas que la sienten hostil a sus intereses de clase.

Naturalmente, al Estado le toca arbitrar ambas posiciones. Pero como el Estado dista de ser un ente político ideal, las pugnas y contradicciones sociales le son inherentes. Por consiguiente, tampoco hay sociedad (o país) ideal. Y los que así conciben o han concebido el asunto suelen echar mano de métodos políticos que no son y nunca fueron democráticos.

A estas alturas de la historia parecería que los cambios sociales son imposibles sin democracia. Porque antes que consenso, la democracia es conflicto. El conflicto de las clases y grupos económicos que se disputan eso que los tecnócratas llaman ingreso, y los pueblos, pastel.

En 2003, el gobierno de Néstor Kirchner tenía varias opciones para que los argentinos volvieran a tener un país socialmente justo, económicamente independiente y políticamente soberano: 1) decretar el socialismo por arriba, y convocar al pueblo para hacer una revolución radical; 2) expropiar de raíz el poder concentrado de las corporaciones económicas; 3) reprimir, encarcelar, o de plano fusilar a los que habían destruido el país en 25 años de capitalismo salvaje.

¿Estaban dadas las condiciones? Sí, porque las mayorías exigían que se vayan todos. Y no, porque los Kirchner constataron la inexistencia de una fuerza política y organizada capaz de revertir el calamitoso estado de cosas. Once años después, Argentina es otro país. No el socialista que muchos anhelaban, y tampoco el que los dueños del capital esperaban.

¿Qué país es Argentina hoy? Digámoslo en cinco palabras: un país que se respeta. Aunque no todos. Gracias a la democracia, las izquierdas virtualmente peligrosas pueden escribir en murales CFK (Cristina Fernández de Kirchner) = Gestapo, mientras las derechas peligrosamente reales ensayan agresivas campañas para destituir a CFK, y que en 2015 ganen (¿democráticamente?) las fuerzas opuestas a las conquistas económicas y sociales de su gobierno.

En 1989, los grupos económicos y financieros concentrados impidieron que el presidente radical Raúl Alfonsín (partidario a regañadientes del llamado Consenso de Washington) terminara su mandato constitucional. Se dijo entonces que el golpe de los mercados había sustituido al golpe de las espadas. Y en un marco de hiperinflación inducida llegó el peronista Carlos Menem, quien resultó el ejecutor más fiel, depredador y obsecuente de dicho consenso.

Los K, sin embargo, se plantearon algo insólito para la época: la posibilidad de refundar la burguesía nacional, con base en la recuperación del mercado interno para recuperar la producción y el empleo, junto con vigorosos planes de educación, salud, jubilación y asistencia social. Mas no una burguesía circunscrita a la estrechez de lo nacional heredado, sino acorde con los antiguos y nuevos vientos de la emancipación ­latinoamericana.

Las falsas dicotomías (¿capitalismo o socialismo? ¿reforma o revolución?) fueron hechas a un lado por los K. Por definición y experiencia histórica, sin capitales o reformas genuinas, cualquier intento de socialismo o revolución quedaba condenado a devenir en quimera y fracaso político sangriento. ¿Podía el capitalismo no ser salvaje? ¿Podía el reformismo ser revolucionario?

Las izquierdas teóricamente peligrosas alzaron la voz: no, es imposible. Y las derechas pragmáticamente peligrosas, la suya: sí, es posible. Democráticamente, los K apostaron a la redistribución del pastel (anatema para las derechas), y a la posibilidad de que el reformismo fuera revolucionario (anatema para las izquierdas).

Así, ambas corrientes ideológicas convirtieron a Argentina en un mal ejemplo. A una porque le urge la revolución y rehúsa cambiar de programa. Y a la otra porque le urge dar el golpe, tras constatar que en 12 años de gestión, los K llevaron adelante un programa nacional, como garantía de lo popular.