a alta política mexicana se desarrolla, aquí y ahora, a golpes de complicidades, fieras rivalidades, hondas pasiones y escurridizos odios. Su entorno, el teatro de las acciones y la derivada batalla, se podría decir, involucra, sin dudas ni titubeos, tanto a los personajes principales de las cúpulas decisorias del país como a sus cercanos colaboradores. Las evidencias son abrumadoras y la impunidad es una resultante de férrea observancia. Una y otra vez vemos cómo se protegen, disimulan, se atacan o justifican y auxilian, unos y otros o unos contra otros, los actores públicos. Poco importan los distintos episodios de que se trate o cuál sea la materia concreta bajo disputa. Bien pueden escenificarse en tiempos calmos que ser empujados, asaltados o moldeados por incidentes críticos, de franca ruptura, traumáticos como los que tantas veces la actualidad nacional presenta, incuba u obliga.
Sobre este roído escenario destacan, qué duda, los desprecios mutuos entre el reparto principal de actores. El balance general que el ámbito político alcanza es poco sano, por no decir enfermizo, a pesar de que, ciertamente, hay sus excepciones. A veces aparecen ellos mismos como rivales ciertos, dispuestos a la batalla. En otras ocasiones ponderan la paz y conciertan, no sin un rampante cinismo, treguas amistosas. La política, afirman con vehemencia, es concertación, diálogo, moderación, acuerdos, aunque a la vez se pertrechen con armamento de grueso calibre en la tensa espera que precede a su uso. Con inusitada frecuencia se comportan, entonces, como verdaderos enemigos políticos de sus semejantes, por más que intenten disimularlo. No importa la materia de la que se trate en particular. Bien puede ser esta de naturaleza criminal, administrativa, económica, histórica o de cariz simplemente cotidiano. La razón de Estado, la grupal en defensa de sus intereses, la estrictamente personal o la partidaria son valoraciones que prevalecen sobre toda otra consideración humana. No hay escape posible; todas estas circunstancias, injertadas en el cuerpo del poder, se condicionan, unas a otras, sin disimulo. Lo cierto es que forman en conjunto parte de esa gran escena pública que retrata, hoy en día, al violento y desigual México del presente: un país sometido a las más depredadoras de las ambiciones particulares.
Actores, beneficiarios o usufructuarios de otrora pretenden sin disimulo volver por los fueros de los que gozaron en sus tiempos, por más idos que aparezcan. Quisieran, con ahínco, vivificar las leyendas (malas o erróneas) que, ciertamente, se han formado a su derredor. Quisieran sacar de tales historias trágicas o cómicas algo nuevo para su propio beneficio. Trátese de un Carlos Salinas pretendidamente sabio y colocador de las piezas de una historia a su medida y gusto. O trátese de un Felipe de Jesús que no entiende razones andando en sus pequeños pleitos. Bien puede tratarse de un cardenal que no se resigna a dejar de proteger pedófilos poderosos o simplemente de algún ex gobernador que incubó pretensiones de estadista cuando su cola de crímenes es demasiado larga. Todos ellos reclaman, para sí, un lugar en la ya larga decadencia nacional. Pero unos más que otros pretenden influir en la actualidad del país, sobre todo en momentos en que muchos parecen confundirse o extraviarse. Carlos Salinas aparece entonces con toda la tesitura configurada a su estilo ( El Universal) para soltar un conjunto de opiniones que lo auxilien en su persistente lavado de facciones. Buena parte de su alegato justificatorio, puntillosamente elaborado, tiene que ser puesto en seria duda. Partiendo, claro está, de la legitimidad de su mero origen como presidente de este país. Mucho de lo demás cae por su propio peso. Trátese de sus pensadas frases vengativas hacia Manuel Camacho, un rival de peso a su propia estatura, como de la aseveración, sin fundamento alguno, de conducir una economía que se desarrollaba sin contratiempos, cuando desde hacía bastante años mostraba altísimos e insostenibles déficits en la balanza comercial externa. Hechos que, sin duda, ocasionaron la catástrofe de 1995. Bien se sabe ahora que, por las propias maniobras de Salinas y su secretario Pedo Aspe no se asumió en hora propicia la necesaria e inevitable devaluación. Zedillo, el designado sucesor del priísmo neoliberalizante, debió enfrentar, sin el talento requerido ni la experiencia suficiente, la crisis encadenada. Afirmar que hubo un error de diciembre, como sinónimo de una inevitable devaluación y crisis subsiguientes, ha caído, con los años, en franco descrédito. Mientras no se cambie tan perversa situación, los tumbos y crisis sucesivas habrán de continuar. El costo de todos estos dimes y diretes de los poderosos, y sus consecuencias prácticas, lo siguen pagando los contribuyentes mexicanos a un precio altísimo. Ojalá algún día se los cobren a ellos sus partidos y sucesores, en las venideras urnas como es debido.