ermann Hesse, escritor alemán, sintió y encarnó al espíritu que hay tras las manifestaciones concretas del ejercicio artístico en su obra. Espíritu que vivió intensamente la desolación impulso/cultura. Y determinó, por ejemplo, que los movimientos hippie y la generación beat lo encumbraron como su guía espiritual, el padre del ecologismo moderno
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Los hesseianos son un fenómeno suprarregional que interesa, conmueve y propicia una especial masonería de adictos, solitarios (Demian, El lobo estepario), que no implican condiciones económicas o culturales determinadas. Lo que importa es una actitud sensitiva previa alimentada de una fina intuición de lo bello cuando lo bello está tocado de melancolía. La cultura humana nace de la sublimación de los impulsos animales en otros más espirituales, por el pudor, la fantasía y el conocimiento
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Melancolía que me lleva a los recuerdos de la naturaleza que viví en la niñez. ¡Qué lejos van quedando los paisajes llenos de vida! Esos paisajes que con intensidad viven en las escenas montañescas. Difícil va resultando describir la belleza de los paisajes. Nuestros poetas del campo describen la mayoría los múltiples fantasmas de la destrucción que azotan valles, ríos, nubes, aire y cielo, y montañas con sus árboles añosos. ¿Dónde quedó la inconfundible montaña mexicana –la siempre interminable montaña, que decía don Silvio Zavala, quien cumplió 105 años, caracterizaba a nuestro México–, con variedad en los detalles, cambios de modalidad y forma, pero con una unidad que no se quebrantaba nunca? Cómo se quebranta actualmente, en función de que el hombre en el avance tecnológico, la carcomió y tiene agonizante. Generando un desequilibrio entre necesidades, satisfacción y depredación. Los árboles también son seres vivos que apuñalamos y asesinamos. No son un adorno, son un personaje que exige muestras de admiración.
Porque, ¿quién no se rinde, por ejemplo, ante la belleza de los robles? Que al que escribe lo dejan atónito. Sólo de verlos y sentirlos, superficialmente, me hacen vibrar: Grueso, duro y sano, como peña al tronco de retorcidas vetas, o las líneas de un cable. Las ramas horizontales rígidas y potentes en abundantes y entretejidas ramas. Bien picudas y casi magras las espesas hojas, luego otras ramas y más arriba otras y otras más, y cuanto, más altas, más cortas hasta concluir en débiles torrecillas, clave de rumorosa y oscilante bóveda.
Esos robles que estaban junto a los ríos, cuyas aguas brotaban rumorosas o cercando los pastos cubiertos de hojas, dándole aún más vida. Esos ríos, hoy envenenados por la depredación, que mal cubren los pastos de menuda y escasa vegetación, y que a modo de manto pobre raído, y degenerados a trechos por los agujeros dejan asomar sus coyunturas lastimadas y enfermantes de los árboles.
Pero, qué importa, la vida parece no importar, sólo la tecnología que sin límite destruye la vida.
¿Dónde quedaron los viejos robles de mi adolescencia?