l México político, por llamarlo de alguna manera, conmemora el aniversario de la Constitución de 1917 después de una intensa oleada de cambios en el texto y el espíritu de la Carta Magna, cuyos verdaderos alcances se fijarán, en definitiva, cuando el Congreso determine el contenido de las leyes secundarias que están pendientes para resolverse en el actual periodo ordinario. Sólo entonces podremos hacer un primer balance serio de todo el periodo y calibrar el rumbo de México, pero es evidente que nos hallamos en una encrucijada, que el intento de liquidar los fetiches
de la Constitución no es necesariamente un ejercicio más democrático y que los mismos que impulsaron los cambios carecen de una propuesta integral para crear y fortalecer una nueva y más eficiente institucionalidad. Especialistas como Arnaldo Córdova y Diego Valadés, entre otros, han señalado las incoherencias de unas reformas que, en última instancia, quebrantan los cimientos del pacto social fundador sin reconstruir uno nuevo, capaz de lanzar a la nación a un nuevo ciclo de desarrollo histórico.
Pero las fuerzas políticas no están interesadas hoy en este debate, aunque sea obvio que la Constitución ya no puede ser una suerte de suma de leyes y reglamentos donde lo importante y lo accesorio se confunden. Sin embargo, pese a los grandes discursos, hasta ahora, el gobierno y las fuerzas que lo apoyan padecen lo que alguno de mis clásicos llamaba las ilusiones constitucionalistas
, esa obsesión por dar por hecho aquello que solamente está enunciado en la ley. En esa ilusión van tan lejos que llegan a confundir una con la otra, como si de un mundo paralelo se tratara. Se prometen beneficios antes de tener el producto, de modo que la ley se asume como pieza central de la mercadotecnia y resumen ejemplar de la ideología. Toda la propaganda gira en torno de ideas semejantes, sin que medie el intento racional de darle coherencia a lo que la Constitución sí tuvo en 1917, un proyecto
realizable, algo así como un programa
en el que se expresaran los grandes objetivos del pacto social fundador. El gran problema con el Pacto por México (que hizo posible las reformas) es que nunca se planteó objetivos transformadores integrales, una revisión del pasado para ajustarlo a las necesidades nacionales del futuro. Configurado para salir del estancamiento
, el pacto no discutió cómo salir de la decadencia del sistema sin romper la gobernabilidad, haciendo posible un nuevo tipo de relación entre el Estado y la sociedad en un mundo diverso y plural. Mucho se habla de crecimiento y productividad, pero las reformas constitucionales se aprobaron sin discutir qué país somos y qué país queremos ser, temas que muchos ven con desconfianza como atavismos del pasado. Por eso dejan en el aire cuestiones fundamentales lo mismo en educación que en materia energética, razón por la cual algunos de los temas que afectan al pacto social ahora habrán de resolverse en leyes secundarias, por mayoría simple. A querer o no, el mundo de los intereses particulares se renueva junto con el verticalismo del poder.
Esa actitud se fortalece con la idea peregrina de que una vez conseguido el cambio no hay marcha atrás, no importa si se demuestra que se han dado pasos equivocados o aceptado condiciones imposibles de cumplir. Lo caido, caido, reza la autocomplaciente moraleja del peñanietismo. La ideología, convertida en un instrumento de gran consumo, está poblada de promesas y buenos deseos cuya concreción es inmensamente más compleja y difícil que su aprobación legal, por mucho que les haya costado a sus autores sacar las reformas en litigio…
Pero la ciudadanía, a querer o no, ya no es la misma. La crítica al trabajo legislativo ya no es exclusiva de especialistas, pues fuera de las corrientes políticas organizadas existe, por llamarla así, una conciencia ciudadana que vive, piensa y actúa con independencia de criterio. El poder hace como que no los oye entre el ruido de sus propias campañas, pero saben que su distanciamiento del poder es sobre todo un síntoma de que algo está podrido en Dinamarca. Aunque se ha abusado del expediente, hay casos que resaltan por su importancia. Es el caso de los 23 premios nacionales de ciencias y artes que suscribieron una carta a la Suprema Corte de Justicia para solicitar un amparo ante la aprobación de la reforma energética. Resulta notable que su alegato repare en un hecho formal
que, sin embargo, desvela la torpeza antidemocrática en la que incurrió la mayoría del Congreso para pasar
la reforma. En el texto enviado a la Suprema Corte explican:
“El pasado 20 de diciembre fue publicado en el Diario Oficial de la Federación el decreto que reforma los artículos 25, 27 y 28 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia energética; esos cambios afectarán en gran medida a la sociedad y a los ciudadanos mexicanos, de hoy y del futuro. Entre otros puntos cuestionables, dichos cambios adolecen de un grave vicio de origen ya que fueron votados con enorme premura por los legisladores federales y estatales, sin darse siquiera el tiempo necesario para efectuar el análisis indispensable para una reforma de tal trascendencia, y en algunos casos ni siquiera para leerlos, llegando a constituir el contrasentido de tener Parlamentos sin parlamento y sin, por otra parte, proporcionar información clara y veraz a los ciudadanos que somos los principales afectados.”
Los firmantes se apoyan en el derecho que la ley les concede, pero también en la calidad moral que los define como personas reconocidas por sus obras.
Parece inexplicable que una denuncia semejante no sea objeto de mayores repercusiones inmediatas, esperando que la Corte haga valer en este como en otros campos minados el debido proceso
PD. ¿Alguien puede explicar la histeria ideológica desatada por algunos postdemócratas tras la visita de Peña a Fidel Castro? Creían que todo se había resuelto en 1999.