Panes de dulce
os antiguos mexicanos conocían muy bien el manejo artesanal y artístico del barro, como puede verse en las miles de piezas que han llegado hasta nuestros días gracias al trabajo arqueológico que en México fue temprano y ha sido muy prolífico. Nuestros antepasados también acostumbraban moldear una pasta hecha de amaranto y miel de maguey que llamaban tzoalli; con ella formaban figuras de dioses como Huitzilopochtli cuya imagen hacían en tamaño natural. En otras festividades hacían cerros y también serpientes, entre otras cosas.
Es así que cuando llega el trigo, les fue fácil moldear aquella masa que, al decir de Salvador Novo, se convirtió en blanda arcilla “para la opulencia infinita de conchas, chilindrinas, hojaldras, cocoles, chamucos, corbatas, cuernos, roscas, pellizcos, picones, campechanas, huesitos de manteca, gusanos…” (Cocina mexicana o historia gastronómica de la Ciudad de México).
La historia del pan de dulce se conoce menos que la del de sal. Éste, al ser de consumo diario y generalizado, se regía por normas que se asentaron en numerosos documentos oficiales. Los bizcochos, en cambio, se hacían con poca harina y, por tanto, se controlaban menos.
Los primeros debieron ser semejantes a los que había en España; se trataba, según el Diccionario de Autoridades, de unos compuestos de la flor de la harina, con huevos y azúcar, que se cuecen en hornos, y los suelen hacer de diferentes géneros, largos, redondos, cuadrados, delgadicos: unos sin baño, y otros bañados de azúcar sola o juntamente con canela, y así de otras especies.
Había otros panes como el llamado pan pintado, que se hacía para las bodas y otras celebraciones adornándole por la parte superior con unas labores, que se hacen con la carretilla o pintadera
. Como en el caso de la repostería, estos panes de dulce tuvieron en ocasiones origen en la cocina árabe, cuya presencia de ocho siglos dejó hondas huellas. Es el caso de los alfajores, aleluyas, alamares y buñuelos.
En México, muchos se elaboraron como especialidades conventuales; otros se hicieron en las casas de criollas y españolas. La investigación de Teresa Castelló Yturbide y otras historiadoras permite mencionar algunos: los rosquetes de espíritu de anís de las monjas Juanitas, el pan de rosas y el marquesote o mamón del convento de Santa Teresa la Nueva, o las puchas del convento de Santa Rosa de Viterbo en Querétaro, a las que se refiere Guillermo Prieto, ya en el siglo XIX. Solían acompañar a las jícaras de chocolate. Las cocineras indígenas debieron aprender muy pronto a elaborarlos y aun a multiplicar sus formas, para su venta en los mercados.