l amo del universo. A la manera de Sherman Mc Coy, el tiburón de las finanzas de Wall Street que con tanta agudeza retratan Tom Wolf en su novela La hoguera de las vanidades (1987) y Brian de Palma en su adaptación fílmica tres años después, Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), es un dinámico e inescrupuloso corredor de bolsa que gusta de llamarse a sí mismo Master of the universe, seguro de poder someter a su capricho ególatra a todos los que le rodean y que, como él, desean hacer dinero fácil y rápidamente.
El lobo de Wall Street, la cinta más reciente de Martin Scorsese, consigue en su incisiva y delirante radiografía del distrito bursátil neoyorquino y de su fauna de frenéticos corredores de bolsa, algo que tal vez no procuraron del todo ni De Palma en la cinta mencionada ni Oliver Stone en El poder y la avaricia (Wall Street, 1987): transmitir, sin el menor asomo de compasión o reprimenda moral, toda la carga de cinismo y vanidad satisfecha de Jordan Belfort, tal como se describe en su autobiografía.
Para describir la saga de Belfort, el impetuoso joven al que la revista Forbes denominó el lobo de Wall Street
, Scorsese recurre primero al esquema narrativo tradicional del pequeño gran pillo de hechura propia (self-made crook) que en una escena magistral toma sus lecciones por parte de un estafador mayor (Matthew Mc Conaughy) adicto a las finanzas fraudulentas, al sexo y a la cocaína. A partir de ese momento el tono de la cinta cambia. Con ritmo trepidante, Belfort relata en primera persona, de frente a la cámara, su ascenso fulgurante de alumno aventajado, mismo que se interrumpe brevemente con el crack financiero de octubre 1987, pero del que se recupera de manera vigorosa creando con algunos amigos una exitosa compañía, la Stratton Oakmont, que induce a ingenuos clientes de escasos recursos a diversas inversiones fantasma.
El secreto de Belfort es el arte del bluff del experto jugador de cartas, y de modo muy astuto, y con bluff semejante, Scorsese hace que el camaleónico actor DiCaprio haga del espectador no sólo un interlocutor posible, sino también un cliente más frente al que despliega con dosis exactas de cinismo y encantador desenfado los misterios de su talento delictivo.
Lo que distingue a El lobo de Wall Street de tantas otras cintas de delincuentes de cuello blanco con pintoresca pinta de gángsters, súbitamente promovidos en la esfera social, pero delatados siempre por el exceso exhibicionista y un irredimible mal gusto, es el innegable impacto de algunas exitosas series de televisión en el ánimo y gusto de nuevos espectadores, y que Scorsese asimila y aclimata inteligentemente a la pantalla grande. Hay en su nueva cinta elementos de esa captura de un medio social neoyorquino plagado de intrigas y golpes bajos que es la serie Mad Men, de Matthew Weiner, pero también del frenesí narrativo y la amoralidad desbocada presentes en la exitosa Breaking bad, de Vince Gilligan.
Muchas otras series, desde Los Soprano y Boardwalk empire hasta The wire, proponen una manera nueva de sacudirse viejos lastres moralistas, narraciones en exceso explicativas, dejos de sociología instantánea, y exhibir de modo muy crudo, por momentos excesivo, el rostro real de la avaricia y la insensibilidad moral de la delincuencia organizada en todas sus variantes.
Desde esta óptica, la sátira social de Scorsese se vuelve algo burlesco y desmesurado, como el propio personaje Jordan Belfort, vulgar, fatuo, misógino y mezquino. A falta de descargas de metralla, el director ofrece ráfagas de injurias y palabras soeces, tomas subjetivas y coreografías grotescas que participan de un solo delirio, bacanales de sexo y de droga consumida a raudales, notables confrontaciones entre el estafador y su perseguidor del FBI (con algo del Javert de Los miserables), y ese alucine total que es ver a DiCaprio arrastrándose hasta su auto, hasta su casa, hasta la obnubilación total, por el efecto de drogas caducas con efecto potenciado.
Al cabo de esta larga pirotecnia visual (fotografía estupenda del mexicano Rodrigo Prieto) y de este desbordamiento verbal al que acompaña una sugerente selección de éxitos musicales de los años 80, el espectador queda casi anonadado y, según el caso, satisfecho o irritado por la manipulación combinada que sobre su ánimo han ejercido las cínicas fechorías de Belfort y la maestría expresiva de Scorsese. Entre Buenos muchachos, una película controlada e impecable, a los delirios de El lobo de Wall Street, han pa-sado más de 20 años y muchas series de televisión insoslayables, también los renovados capitales de impunidad y de cinismo en esos crímenes de cuello blanco de los que dan un registro puntual todos los diarios. Scorsese es, de nueva cuenta, y esperemos por todavía un buen tiempo, el fascinante cronista de esta decadencia.