nterrumpo los comentarios sobre temas nucleares que inicié el mes pasado para abordar una cuestión que se vincula con la reforma energética que acaba de aprobarse en nuestro país. Se trata de la forma en que sucesivos gobiernos mexicanos han intentado definir o quizás más bien matizar la relación entre México y Estados Unidos. Son dos los aspectos fundamentales de dichos intentos.
En primer lugar cabe recordar que, desde mediados del siglo pasado, el presidente electo en México ha pensado que podría llevar bien la relación con Estados Unidos. Hubo excepciones, pero en términos generales, esa intención duró unos dos años, seguidos de un periodo de desencanto que a veces dio pie a una fricción abierta. Quizás sea parte de la condición humana, pero lo cierto es que pocos mandatarios asumieron el cargo conscientes de las lecciones de la historia: la vecindad es canija. Un segundo aspecto es el afán por hacer cosas que pensamos pueden ser del agrado de Washington. Para algunos la adopción del llamado modelo neoliberal quizás constituya el gesto al exterior más dramático; para otros la reforma energética quizás sea el último capítulo de ese supuesto paso a la modernidad, como algunos lo han bautizado.
Al promulgar la reforma constitucional en materia energética el 20 de diciembre, el presidente Enrique Peña Nieto señaló: Con esta reforma mandamos una clara y contundente señal de que México se está transformando en el siglo XXI para bien de todos los mexicanos
. Y agregó: Así se percibe ya en el exterior
. Se trata de hacer cosas o de asumir posiciones que pensamos serán del agrado del exterior
(léase Washington) y que serán retribuidas o compensadas con actos que indiquen cierta reciprocidad. Sobre una supuesta reciprocidad
hablaremos más adelante.
Durante la guerra fría los gestos de nuestros gobernantes hacia Washington incluyeron manifestaciones de anticomunismo. Por ejemplo, en 1970 el presidente electo Luis Echeverría le habría asegurado al presidente Richard Nixon que sería tan anticomunista como presidente como lo había sido como secretario de Gobernación.
La idea de tener gestos o de enviar señales al exterior es un tema recurrente en nuestra historia. Y quizás se ha venido acentuando en las últimas tres o cuatro décadas. He aquí una pequeña muestra. Durante la administración del presidente Ronald Reagan, el gobierno estadunidense se encontró aislado, con un puñado de países europeos, dentro de la asamblea general de la ONU en los temas relativos al régimen del apartheid en Sudáfrica. Washington se quejaba de que los pronunciamientos de la asamblea general contenían alusiones directas a países y se opuso a lo que describió como name-calling. Pero, ¿cómo iba a ser de otra manera si eran precisamente esos países los que se oponían a las sanciones contra Sudáfrica? En algún momento el gobierno mexicano pensó que quizás podría atender las quejas de Washington al sugerir que se eliminara toda alusión directa a esos países en los documentos de la ONU. Se planteó el asunto a los delegados mexicanos encargados de dichos temas y, por fortuna, nuestro gobierno abandonó la idea.
Son muchos los casos de gestos del gobierno mexicano para congraciarse con las autoridades estadunidenses. Hace poco se publicó el libro Diplomacia en tiempos de guerra, las memorias del embajador Gustavo Iruegas (1942-2008). Ahí se relatan detalles de la campaña que libró el canciller Jorge Castañeda Gutman en contra del gobierno cubano en 2001 y 2002. En esos años el embajador Iruegas era subsecretario para América Latina y el Caribe y describe los intentos del canciller del presidente Vicente Fox por desprestigiar al gobierno cubano como una manera de quedar bien con la administración del presidente George W. Bush.
Comparto la opinión de Iruegas ya que, como subsecretario para asuntos multilaterales, fui testigo de una actitud parecida de Castañeda Gutman en torno a los asuntos que examinaba el Consejo de Seguridad de la ONU. El canciller no analizaba el fondo de las cuestiones sino que se limitaba a identificar lo que quería Washington y actuaba en consecuencia. Y lo hacía, según Iruegas, pensando que sacaría algo a cambio. Pero no hubo reciprocidad. Recuerden la idea de que Estados Unidos nos debería compensar de alguna manera por el llamado bono democrático
tras la victoria de Fox.
Hace medio siglo que vengo observando a muchos dirigentes mexicanos esforzarse por quedar bien con Estados Unidos. Piensan que pueden entablar una amistad con Washington. Confunden lo que quizás sea cierta simpatía personal de algunos funcionarios con la política de estado que viene siguiendo Estados Unidos hacia México desde hace muchas décadas.
Washington simplemente tiene una idea de México que no cuadra con la que quisiéramos que tuviera. Suelen vernos como un problema, ya sea como violadores de su frontera o como proveedores de drogas. A veces nos consideran, como diría Carlos Fuentes, como un pozo de petróleo, o como una fuente de mano de obra barata. Pero jamás nos ven como amigos y mucho menos como cuates. Durante el sexenio del presidente De la Madrid, estuve adscrito a la misión permanente ante la ONU en Nueva York. Traté a muchos diplomáticos y recuerdo las pláticas que tuve sobre Estados Unidos con el embajador de la entonces Unión Soviética, Oleg Troyanovsky. Conocedor de Estados Unidos, se interesaba en las relaciones de nuestro país con Washington. Me insistía en que no comprendía por qué nuestros dirigentes actuaban como si fuéramos amigos. Ellos –me decía– no los ven así.
Resulta ingenuo pensar que la podemos llevar bien
con Estados Unidos. En toda relación asimétrica el lado más débil suele salir perjudicado. No importa el tema. La idea es muy sencilla. Se trata de identificar temas que interesan a Estados Unidos y luego tomar medidas para complacerlos con la esperanza de que nuestras acciones se vean reciprocadas. Pero es un juego inútil y somos víctimas de nuestra amnesia (o ignorancia) histórica.