i el título de Diana, el secreto de una princesa, impuesto en español a Diana, la cinta más reciente del alemán Oliver Hirschbiegel, pudiera parecerle trivial y cursi al lector, por una vez sí refleja muy bien los limitados alcances de esta tibia y escamoteadora biopic sobre la princesa Diana de Gales (Lady Diana Frances Spencer, por su nombre de soltera), Lady Di para sus fanáticos seguidores, gran oveja negra de la realeza británica.
Evidentemente fascinado por el carisma popular del personaje femenino que desafió en público el protocolo monárquico exponiendo en una emisión de la BBC la sordidez de las infidelidades de su marido el príncipe Carlos, el director Hirschbiegel procede a elaborar, en base al bestseller El último amor de Diana, de Kate Snell, un recuento, en tono crepuscular, de la caída en desgracia de una princesa rechazada y marginada, víctima también de sus tristes amores contrariados.
El director de la muy eficaz cinta La caída (Der Untergang, 2004), sobre los últimos días de Hitler, abandona aquí todo filo crítico, cualquier atisbo de complejidad dramática, para dedicarse a la labor complaciente de una póstuma santificación moral de Lady Di, elogiando su nobleza de corazón, su compromiso humanitario en la lucha contra el sida, su arrojo temerario en la desactivación de minas explosivas, sus múltiples obras de caridad, y sobre todo su pretendida tozudez para defender sus amoríos clandestinos con el pakistaní Hasnat Khan (Naveen Andrews), un médico cardiólogo aterrado ante la perspectiva de convertirse en el amante público de la mujer más popular del mundo.
El realizador y su guionista Stephen Jefreys adoptan la estrategia de la investigación de Kate Snell y se concentran en los últimos años de la vida de la princesa Diana, específicamente en el periodo 1992-1997, escamoteando informaciones esenciales sobre la relación de la protagonista con una familia real (apenas aludida, jamás mostrada), con sus dos hijos (a los que se le prohíbe ver más de una vez por semana), y sobre cualquier aspecto de su carácter que desmienta u oscurezca el aura de impoluta heroína sentimental que el libro y la cinta construyen devotamente.
Si bien es cierto que la princesa en desgracia consigue manipular a los paparazzi de la prensa amarillista para sus propios fines de amante desdeñada, o si por momentos se le muestra como una joven irresponsable al borde de perder toda dignidad en su delirante afán pasional, lo cierto es que en resumidas cuentas lo que se destaca es su condición de víctima, moralmente pulcra, de las turbias maquinaciones del poder político. Naomi Watts, actriz estupenda, hace todo lo posible por imprimir encanto, complejidad e ironía al diseño de un personaje tan monótono y vacío como el de esta Lady Di, víctima de su tiempo y de una hostilidad insondable.
Lo que podría haber sido en manos del Stephen Frears de La reina (2006), un retrato crítico de una monarquía aferrada a sus prejuicios morales, a sus herrumbrosos rituales de protocolo y, en definitiva, a su triste condición de institución socialmente obsoleta, se vuelve en Diana, el secreto de una princesa, la paradójica reivindicación del poder de una realeza firme en sus convicciones y certidumbres, dueña de la razón y el buen sentido, en contraste obligado con el carácter frívolo de una princesa renegada, incapaz de controlar sus propias pasiones, patéticamente devorada por la morbosa curiosidad de sus fieles seguidores y de un poder mediático incontrolable. Se podría alegar que es justamente esa irracionalidad de la prensa amarillista, muy a su modo al servicio de una monarquía ofendida, lo que intenta exponer la cinta, presentando de paso a Lady Di como una heroína sentimental y también como una rebelde.
Desafortunadamente, la mayoría de los diálogos en la cinta, solemnes y forzados, cautelosos en su corrección política, echan por tierra cualquier esfuerzo en este sentido, también los de una Naomi Watts más carismática aún que el personaje que encarna, y esos raros momentos de sobriedad silenciosa en los que se puede vislumbrar el duro dilema de la mujer enamorada incapaz de sobreponerse a la tiranía de su propio personaje público.
En la imparable moda de transformar a personajes de la realeza en carismáticos héroes cinematográficos, el turno siguiente será el de otra princesa que Nicole Kidman encarna en Grace of Monaco, la nueva cinta, todavía inédita, del francés Olivier Dahan (La vida en rosa: Edith Piaf). No sería en absoluto sorprendente que algún cineasta explore ahora la turbulenta saga de una monarquía española marcada hoy por el descrédito moral y el escándalo. La atracción por una institución en decadencia parece ser, mediáticamente, irresistible.