Isidro Chaparro, disfrazado de monarca y con grupo norteño, viajó desde Chino, California
Estuvimos una década fuera de primera división, imagínense lo que vivimos ahora: afición del León
Lunes 16 de diciembre de 2013, p. 4
Isidro Chaparro, el Rey, le advirtió a su esposa que si América llegaba a la final viajaría a México para apoyar a su equipo. Cuando las Águilas vencieron a Toluca se lo recordó.
–Te lo dije vieja, me voy a México para ver campeón al América, le dijo casi a gritos. Ella lo apoyó, y cómo decirle que no a una de las mayores pasiones de su marido.
Isidro dejó su negocio, la taquería El Rey, en Chino, California, que hace las tortas más grandes del mundo, según anuncia su publicidad y buscó a su compadre Raúl Gutiérrez para tomar un vuelo a la ciudad de México.
Afuera del estadio Azteca, el Rey, vestido con corona y capa de terciopelo, llegó con su compadre Raúl. Iban acompañados por un conjunto norteño, al que vistieron con camisetas de bicampeones y gorros con águilas de peluche. Pagaron 700 dólares del boleto de avión, más cinco mil pesos por cada entrada, más lo que les cobró el grupo antes llamados los Gavilanes del Norte, pero que con una buena tarifa aceptaron llamarse por hoy las Águilas del Norte.
–No importa cuánto gastamos para estar aquí, porque para nosotros estar en una final vale más que cualquier lujo, dijo el Rey mientras coreaba desafinado los corridos norteños.
–Esto es un regalazo porque nosotros nos fuimos del país hace 30 años y el futbol nos hace sentir cerca, así que no podíamos dejar pasar esto –acompaña el compadre Raúl.
–Somos la raza en el gabacho, la que se soba el lomo en los peores empleos pero hoy somos exitosos, ganamos buen dinero y podemos pagar esto, presume el Rey, dueño de tres restaurantes en California y con decenas de empleados.
Invitan las cervezas
Para ellos, venir al estadio Azteca a ver una final de su equipo equivale a hacer una peregrinación a territorio sagrado. Por eso invitan cervezas, pagan grupo y se retratan con sus paisanos, porque volvieron, dicen, como mexicanos triunfadores y ahora quieren sentirse americanistas campeones. Por eso una derrota ni siquiera les pasó un instante por sus cabezas festivas.
Ese mismo entusiasmo exhibían los aficionados del León, que se jactan de ser una de las aficiones más fieles y entusiastas del país.
–No importa si es en segunda división, nosotros siempre estamos con los Esmeraldas, dice uno de los aficionados que bajan de los varios autobuses que abarrotan el estacionamiento del estadio.
–Venimos familias, porras, todos los que hemos seguido con pasión a este equipo que estuvo una década fuera de la primera división, imagínense lo que es llegar ahora a una final en el Azteca –dice otro esmeralda.
A un lado hacen rueda los conductores de los autobuses, que viven una mezcla de entusiasmo por el ambiente, pero también la frustración porque ellos se quedarán afuera mientras sus pasajeros se divierten en las gradas.
–Se siente pinche oír todo el barullo mientras nosotros estamos aquí afuera, tan cerquita pero ni cómo hacerle –dice uno de los choferes.
El entusiasmo contagia incluso a doña Rosa, una comerciante que vende artículos del América fuera del inmueble. Es un entusiasmo contradictorio porque las Águilas en una final representan ventas de hasta 8 mil pesos, pero ella le va a Pumas.
–No quiero que gane el América –dice haciendo una mueca–, pero me da no sé qué, porque si gana, mi negocio también tiene ganancias... no me importa, la verdad es que no quiero que el América sea campeón, aunque pierda mi comercio –dice con convicción.
Adentro del estadio todo es amarillo y el orgullo de ser campeones defensores es inocultable. Los aficionados americanistas parecían no tener dudas de que la desventaja en el Azteca podía ser reversible.
El Rufián grita que son la afición más soberbia de este país, que son campeones y van por el segundo título consecutivo.
–Si nos odian, que nos odien dos veces, porque así somos de grandes –escupe al entrar en la cabecera norte donde reside la barra Ritual del Kaoz. Ahí, los barrabravas juegan su otro partido. Es en donde gana quien más vocifera y quien más canta sin importar el marcador.
–Alienten cabrones, ¿qué no quieren ver campeón a su equipo? –les incita el Rufián para que no dejen de escucharse los cantos de guerra.
Kiko, un barra brava de larga trayectoria, lo acompaña y se desgarra la garganta como si de ello dependiera la puntería de los jugadores amarillos.
–Chale, me la tuve que jugar para estar aquí adentro, me salté la barda por el estacionamiento para estar aquí, no puede ser que no salgamos campeones después de todo lo sufrido –grita Kiko, desesperado por volver a sentir la recompensa de un hincha combativo, dar la vuelta a la cancha como dice uno de sus signos de guerra.
Cada gol del León es una puñalada en el corazón amarillo y azul. Aunque los aficionados gritan que sí se puede, lo cierto es que las voces empiezan a apagarse. El grito de orgullo americanista y el rostro de suficiencia empieza a descomponerse: el bicampeonato será inalcanzable. Caer en el Azteca es una tragedia épica para un americanista, es tanto como para un brasileño perder en el Maracaná, resume Gustavo, un barrabrava desilusionado. Al final, es inevitable mostrar la tristeza pero, con todo, los americanistas gritan como si hubieran sido bicampeones.