oderosos caballeros y comedidos caballerangos; inefables senadores que se descubren iconoclastas para acuñar nuevos paradigmas; diputados otrora astutos que se unen a la romería de promesas e ilusiones; testaferros virtuales: todo esto y más nos trajo la más reciente ola reformista prohijada y coreada por el comentario interesado y la opinión mediática, disfrazada siempre de angustia por este pobre país que se niega a mudar para ser mejor.
Luego de las fiestas de a de veras, allá por el lejano enero, habrá que volver los ojos a los hechos, registrar los desechos y buscar la manera de mirar hacia adelante para encontrar alguna luz al final del túnel. Esperando que no vaya a ser una locomotora en sentido contrario.
Pírrico grand finale, aunque los diputados y senadores de la gran coalición de fin de siglo se declaran siempre listos, como los boy scouts de antaño, para abrir una nueva era, así, del brazo y por la calle. Seguramente están ya a la espera de las novísimas consignas de los encargados de darle la vuelta a lo acontecido, hasta que adquiera un tono rostizado, apetecible para las capas de la opinión pública más cercanas a la oferta y la doctrina convencionales que se guisa todas las noches en la televisión y las cenas de los pudientes.
De lo que sabemos poco o nada es de los términos que finalmente permitieron darle a la gran unción normalizadora un poco de solidez y buen olor, antes de que venga el ¡Arrancan!
de la carrera del siglo por contratos, licencias, servicios y representaciones en la que podrá saberse de qué cuero salen más correas: si de lo que quede de Pemex y CFE, o de lo que puedan traer a tiempo los personeros del gran dinero nacional que, como pocas veces, se muestra a modo para obedecer la voz del amo. La traduzcan bien o no, o los loros de la competitividad y la ambición jibarizada que habitan en la Bolsa de Valores.
¿Tuvo sentido todo esto? La premura del Presidente nunca quedó bien explicada ni documentada, salvo que por ello deba entenderse un ensayito por ahí en alguna revista mensual, una pataleta bien condimentada en algún diario, o la habitual jaculatoria nocturna por radio y televisión que nos asestan los dueños del púlpito electrónico.
Nada de esto, junto o por separado, da el foro necesario para que la ciudadanía se ilustre e informe y tome decisiones que, en este caso, implican cambios fundamentales en su vida y horizontes. Lo que se requería, pero no se hizo, era determinar objetivos mediante la deliberación política más amplia y cultivada para, desde ahí, fijar líneas claras para las políticas que se insiste en llamar públicas, aunque sean las más opacas de la historia. Este es precisamente el chiste de la democracia representativa; la que se reclama y elude.
Lo que a muchos nos queda de estos días infaustos es la sensación y la sospecha de haber asistido a un gran guiñol, una mascarada adelantada del carnaval, que adormeció el ánimo pero que no sirve ni servirá para darle al reformismo que México necesita con urgencia una dirección clara. Al final, queda el sentimiento de una gran humillación perpetrada por los poderes de hecho y orquestada desde el poder constituido, el que se debe a los ciudadanos sin distingos.
Lo que se impone para hoy y para adelante es dejar ya la frenética reformitis, cuyo despliegue sólo lleva a nuevas frustraciones y a reducir a su mínima expresión el sentido de pertenencia que toda comunidad política reclama para reproducirse y alimentarse. Pero de reformas hay que hablar, porque es vital que, pronto, el panorama se aclare y el razonamiento político se libere de la cárcel de hierro de la simulación y la mistificación en que está recluido.
Las reformas siempre se hacen con la promesa de avanzar, pero no siempre aterrizan bien. ¡Vaya que sabemos de esto! Qué reformar, por qué y cómo hacerlo, forman un triángulo de consistencia y rigor que no puede soslayarse, ni evitarse impunemente. Cada vez que desde el poder se ha pretendido hacerlo, los resultados han sido muy costosos y las pérdidas políticas enormes.
Podríamos incluso decir que de la última aventura reformista por la vía del fast track no sólo no nos hemos podido reponer, sino que todo indica que en vez de salir nos hundimos. Tal es la maldición que se cierne sobre el reformismo mal hecho y concebido.
A eso parecen destinadas las reformas energética y política aprobadas en estos días. La política, perpetrada festivamente pero desde la oscuridad por los partidos, sólo ofrece confusión y no buena política ni elecciones creíbles. Mezquindad de intereses y pobreza de miras, independientemente de lo que dicen querer sus autores.
En el caso del nuevo régimen petrolero y, se dice, energético, propuesto por los partidos que han gobernado México en los últimos 30 años, así como por una pléyade de ex funcionarios y enriquecidos que nunca han dado cuenta de sus responsabilidades, pero sí de su labilidad para cambiar de patrón, sí que hay riqueza, y mucha. Lo que no hay son garantías de que servirá para acabar con la pobreza que nos avergüenza y, a la vez, coadyuvar a abrir un nuevo curso de desarrollo.
Los usos y las manos involucradas en el petróleo van a cambiar radicalmente, mas no hay seguridad de que cambien los abusos. He aquí la gran cuestión para el reformismo de Peña y la hipocresía de sus compañeros de gesta.
El Estado debe hacer lo que no ha hecho y consultar a sus mandantes sobre dichos usos y la forma de asegurar que no resulten en nuevos saqueos, en una nueva riqueza para la grandeza de muy pocos. No es poco lo que se juega y los jugadores deben dejar de jugar a la mentirosa.
No se hace política constitucional bajo la mesa o el escaño. Se hace con y de frente a la gente, la ciudadanía y las comunidades, que reclaman atención y respeto.