añana cumple un año la reforma a la Ley Federal del Trabajo. Conviene recordar las declaraciones, promesas y advertencias de funcionarios de gobierno y empresarios, quienes repitieron insistentemente que ese cambio era fundamental para lograr mayor crecimiento económico, inversión, productividad y mejores salarios. Todavía está presente la imagen de las mantas colocadas en los edificios de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social con la consigna ¡Reforma laboral ya! Se aseguró, asimismo, que vendrían tiempos nuevos para la justicia laboral, para la democracia, la transparencia sindical y el desarrollo del país. Están ahí registrados los alegatos de Javier Lozano, las amenazas de los empresarios de que la inversión se inhibiría si no se accedía a abaratar el costo del despido y establecer nuevas formas de contratación temporal. También los consejos de José Ángel Gurría –representante de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)– en relación a que dicha reforma mejoraría sensiblemente la posición de nuestro país en el entorno internacional. Proporción guardada, planteamientos similares a los que hoy se utilizan para apoyar la reforma energética.
Al arribar la reforma a su primer año de vigencia, es tiempo de hacer una primera evaluación contrastando la oferta con sus resultados. Se dijo que con ella la economía crecería al 6 por ciento y la realidad es que apenas llegaremos a la cuarta parte, 1.3 por ciento. Que habría 2 millones más de empleos, y los informes nos indican que en los últimos 12 meses apenas se han creado 500 mil empleos, también la cuarta parte. La mejora salarial prometida no se ve por ningún lado. En las próximas semanas nos recetarán el ridículo aumento al salario mínimo de alrededor de 3.8 por ciento. Nuestros salarios seguirán manteniéndose, por tanto, como unos de los más bajos del mundo; además, este incremento influirá lamentablemente en el monto de los salarios contractuales del próximo año.
En materia de justicia laboral, la reforma tampoco ha logrado las mejoras anunciadas. Los procesos en las Juntas de Conciliación y Arbitraje, si bien con comportamientos diferenciados, siguen sometidos a la lentitud tradicional. Se dijo que los juicios durarían máximo un año. Sin embargo, se puede acreditar que esta meta se ha incumplido, sólo que ahora se hace pagar el costo de dicha tardanza a los trabajadores, al limitarse el pago de los salarios vencidos al primer año y un tercio en los posteriores. Por ello, los abogados patronales lo ostentan como el mayor triunfo de la reforma. La medida, como se había advertido, ha abaratado y favorecido los despidos injustificados. Los tribunales del trabajo siguen atrapados en sus vicios, su parcialidad y su falta de presupuesto. Está por verse si en un par de semanas cumplen con la obligación de adoptar el Servicio Profesional de Carrera ordenado por el sexto transitorio de la ley, para el ingreso, promoción, permanencia, evaluación del desempeño, separación y retiro de sus servidores públicos. En pocos días sabremos la suerte de este nuevo modelo. El dilema al frente es si se favorece un auténtico desarrollo profesional involucrando a comisiones calificadas para evaluar dicho proceso, o si se reproduce el esquema autoritario en el cual el presidente de la Junta de Conciliación y Arbitraje, o un funcionario dependiente del mismo, discrecionalmente, determina la suerte laboral de dicho personal.
El sistema de la subcontratación, o outsourcing, del cual abusan sin límites los empleadores en todas las ramas de actividad y en el propio sector público, fue tenuemente regulado en el artículo 15-A de la ley. En él se señala que tal forma de contratación excepcional de personal no podrá abarcar la totalidad de las actividades, deberá justificarse en razón del carácter especializado de la labor subcontratada y tendrá que respetar el principio de igualdad entre los trabajadores al servicio de la empresa contratante y el que provee la subcontratista. Estas reglas han sido abiertamente ignoradas hasta ahora por los empresarios, quienes reclaman al gobierno suspender su vigencia hasta en tanto se lleve a cabo otra reforma que les permita legitimar sus prácticas depredadoras. Piden tiempo para afinar la puntería y exigen que la función fiscalizadora del Estado, a través de la inspección laboral, se paralice. Hasta ahora lo han logrado.
Las nuevas reglas contenidas en la reforma en materia de transparencia y acceso a la información sobre el contenido de los contratos colectivos de trabajo, estatutos sindicales, reglamentos interiores y registro de asociaciones, impuestas a las autoridades laborales registradoras de sindicatos, han sido también ignoradas, especialmente por las Juntas Locales de Conciliación y Arbitraje de los estados, quienes se resisten a dar ese pequeño paso que puede ir dando luz a la oscuridad que priva en el mundo de los contratos de protección patronal, en donde los trabajadores no saben siquiera el nombre del sindicato que los representa.
El voto secreto en los procesos electorales y las nuevas reglas en materia de rendición de cuentas en los gremios se mantienen como letra muerta. No se ha requerido a los sindicatos por parte de las autoridades, que cumplan con la ley y ajusten sus disposiciones estatutarias al marco de la reforma. Opera como siempre el temor a la participación de los trabajadores en la elección de sus dirigentes.
Quizá la mayor limitación de la reforma laboral aprobada un año atrás se centra en sus carencias. Se ostentó como una reforma estructural con grandes pretensiones, pero el impulso se orientó a darle la vuelta a los problemas de fondo que requieren de un tratamiento urgente y preciso: el sistema de justicia, el mejoramiento sustancial de las condiciones salariales y de prestaciones sociales, la promoción del diálogo productivo, el ejercicio de los derechos colectivos y la creación de las bases materiales para que el Estado ejerza su función fiscalizadora; en resumen, de todo aquello que permita respetar los principios básicos de nuestra Carta Magna y de esta legislación social.