lgo debe tener la prosa de Elena Poniatowska que tantas emociones provoca. Y digo su prosa porque es como escribe. A veces su prosa es tan transparente que se olvida que estamos leyendo y amanecemos en un Zócalo repleto de inconformes o al lado de un estanque donde Leonora Carrington se baña desnuda en medio del bosque o en la plaza enrojecida de las Tres Culturas, después de una matanza de estudiantes que a casi medio siglo aún se busca minimizar.
Y es tan transparente que algunos piensan que ella y su prosa algo oculta. Que detrás de su militancia se encuentran los contratos, las prebendas, los viajes; que su prosa por clara no puede ser literatura sino periodismo.
Hace más de 20 años le pregunté qué pensaba de los críticos que no la consideraban escritora sino periodista; que no escribía cuentos ni novelas sino crónicas. Y Elena con esa sonrisa que no la abandona me dijo que sí la clasificaban bien o mal, arriba o abajo, bah. Que ella escribía cuentos, novelas, ensayos, crónicas y si esos críticos medían la literatura de esa manera tan básica era su problema.
Poniatowska tenía razón: los libros se miden por la emoción que provocan. Hace algunos años la Academia Sueca incluyó entre sus candidatos al periodista Ryszard Kapuscinski y ahora este Premio Cervantes reivindica que el periodismo también es literatura, que la prosa imantada es lo que cuenta, que los close up de las emociones existen en textos de ficción y sin ella.
¿Cuántas historias reales no nos cuentan la historia de La noche de Tlatelolco? Esa historia contada a voces no es menos emotiva por cierta ni Querido Diego, te abraza Quiela expresa menos la condición humana por construirse alrededor de ese monstruo de la pintura que fue Diego Rivera.
Elena nos cuenta el cuento de la verdad. A sus personajes de ficción los hace verosímiles y a los que toma de la realidad los fija contándonos el cuento de su historia verdadera. Para los grandes escritores poco importa que sus personajes sean de carne y hueso, que su inspiración sean archivos o entrevistas. Importan sus historias, no cómo llegaron a ellas.
Elena Poniatowska pertenece a esa estirpe de escritores de acción y reflexión; que lo mismo construyen vidas imaginarias que recuperan la vida de lo que pasa. Para ella, como para los miembros de la Academia de Letrán, periodismo y literatura es una y la misma cosa: forma de expresión, necesidad, compromiso, trabajo que es destino y placer; método para animar la mesa de la cultura y la plaza pública como lo ha hecho, por ejemplo, al lado de los movimientos de izquierda.
También para ella escribir cuentos y novelas, crónicas y testimonios, biografías o cuentos para niños es un antídoto contra el olvido. Por eso ha escrito sobre uno de esos personajes del montón, de la bola, que luchó en la Revolución y murió en la inopia como Jesusa Palancares o sobre la infamia que sufrió Paulina, la niña a la que el Estado obligó a ser madre. Por eso se ha detenido para recuperar los días de una ciudad destruida por el temblor de 1985 donde la gente común y no el gobierno tomó las riendas de su destino o nos ha hecho ver a un Demetrio Vallejo, a una Tina Modotti, a un Carlos Monsiváis, a un Octavio Paz o a un Guillermo Haro como sólo ella y su escritura han podido hacer.
Gracias a ella hemos encontrado grandes emociones en pequeñas vidas y en los personajes que habrán de trascendernos la vida menuda con todas sus miserias y alegrías.
Y si a Poniatowska no le ha preocupado la manera en que clasifiquen sus libros arduo trabajo tendrán quienes se empeñen en hacerlo en libros como Leonora o El universo o nada así nos digan que una es novela y la otra biografía porque ambas comparten la prosa vigorosa, el registro obsesivo, los diálogos que retratan, las atmósferas que son casi un personaje, la ausencia de prosa sociologizante o aquella que en nombre de un supuesto valor literario padece las tres funestas fu como decía Octavio Paz: el ser profusa, confusa y difusa.
Hace tiempo Poniatowska me explicó por qué algunos escritores son mejores que otros: porque unos escriben plano, me dijo, y otros sexy. Entendí entonces por qué su textos eran pegajosos, se adherían en la memoria de críticos y admiradores entusiastas: porque escribía sexy; porque su personajes tienen tres dimensiones, respiran, tienen vida interior, porque no son planos ni estáticos como las fotografías, porque proyectan sombra y volumen.
En 1986 José Emilio Pacheco me reveló cómo las ondas expansivas de la Academia de Letrán han llegado, de manera directa hasta nuestros días: Ignacio Ramírez, El Nigromante, tuvo un joven y talentoso discípulo llamado Ignacio Manuel Altamirano. Este último también tuvo un seguidor distinguido, don Luis González Obregón, quien enseñó a su vez a un jovencísimo Fernando Benítez la pasión por la literatura. Benítez, para quien el periodismo era literatura, impulsó el trabajo de tres jóvenes: José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska. Me alegra que el premio José Emilio Pacheco le haya sido otorgado a Poniatowska hace unos días y hace unas horas el Cervantes de Literatura, que reconoció que su obra vale por las historias que cuenta sin importar que sus personajes a veces sean de carne y hueso y sus historias verdaderas.