nserta en sí misma y en su corto entorno, la elite política mexicana no atisba, y menos acepta, el deterioro de su profesión entre los mexicanos. Y no sólo la decadencia le toca a esta clase específica, sino que, la misma democracia, como materia de la vida en común, sale mal parada en la evaluación que de ella hacen los ciudadanos. Los dirigentes del país, en su casi totalidad, pues se incluye al funcionariado público, observan las evaluaciones que rutinariamente publica el Latinobarómetro como algo lejano, poco asible, fuera de su pequeño mundo y accionar. No se sienten responsables y menos causantes del poco aprecio colectivo. Aparecen, ante los medios de comunicación, con regularidad y desparpajo como si las audiencias estuvieran pendientes de sus dictados y los respetaran. En su altanera ignorancia prosiguen usurpando representaciones masivas que nunca han tenido (PRD) o, peor aún, arrogándose capacidades (PAN) para modificar, en contra de la opinión y los sentires de la apabullante mayoría, los acuerdos fundamentales del pacto nacional (artículos 27 y 28).
Los políticos apelan, cada vez con más frecuencia, a lo que afirman son reglas del rejuego parlamentario. En la elaboración de las leyes cuentan las mayorías, afirman de manera categórica y hasta con desenfado. La legitimidad como requisito fundamental para su conducta o para sedimentar sus hechuras, simplemente la reducen al número de votos en el Congreso. El empate, la concordancia de las leyes con las necesidades, el sentir, los deseos y el bienestar general son temas que poco los ocupan. Eso sí, los citan con tanta reverencia hasta que esos asuntos mencionados se coagulan de falsedades en sus buchacas. Si la aceptación popular de la democracia, como sistema de gobierno, obtuviera calificaciones de 70 por ciento, o más de eso, como sucede en determinadas sociedades, es posible que tal supuesto contable pasara como normal y claro. Pero no es así, aquí y ahora al menos. Cada vez que se arrejuntan en conciliábulos, diputados o senadores de partidos por demás desprestigiados ante los ojos y el juicio de la sociedad casi completa, el producto acordado deja mucho que desear. Y, por añadidura, tal conducta de cenáculo, erosiona, además, el ya menguado aprecio general. Un peligroso circuito por demás dañino para el futuro de la vida organizada.
Cómo es posible que la dirigencia de un partido (PRD) aparezca ante propios y extraños como el cuerpo organizado que lleva al Congreso la voz, los intereses e ilusiones de la izquierda mexicana. Bien se sabe que el PRD, como ente partidista no alcanza respaldos mayores a 14 por ciento y, en no pocas ocasiones, sólo concita las simpatías de un poquitero 5 por ciento del electorado. Las veces que han aspirado, como partido, a ser una opción mayoritaria han sido arrastrados por adalides de arraigo, confiables, populares. Entonces sí alcanzan votaciones que superan las terceras partes (30 por ciento o más), pero, siempre, bajo el liderazgo de políticos que, por su prestigio y atracción, concitan multitudes. Desde hace ya varios años, los hombres y las mujeres que lleva el PRD a las cámaras, en su mayoría, son personajes incrustados en su estructura burocrática. Militantes hábiles en la lucha por el escalafón y no en el trabajo con la gente y sus necesidades. Una claque incapaz de ganar las simpatías y el apoyo de una circunscripción o estado por el que compitan. Pero una vez apoltronados, por mayoría proporcional, en la curul respectiva, se crecen al castigo y hacen alarde de una representación que no tienen y menos respetan. ¡Ah!, pero eso sí, firman pactos que, se alega, ponen a México en movimiento.
El caso del PAN es por demás patético. Ha avanzado una propuesta de reforma energética que contraviene, de manera flagrante, la opinión de los mexicanos. Sus dirigentes, todos ellos escaladores de posiciones, fueron llevados de la mano por el capricho de sus capataces circunstanciales (Calderón o Fox). Están orgullosos de su creación: la entrega, sin condiciones, del petróleo de la nación al capital, fundamentalmente al trasnacional. Alardean ante los medios centrales ( NYT o WSJ, The Economist) de torcerle la mano al gobierno y al PRI. Se empeñan en suprimir los artículos constitucionales que han preservado la riqueza petrolera. Desean, con reverencias por doquier, avanzar en la formulación de onerosos contratos y licencias (concesiones) que sólo en países sometidos se firman en la actualidad. Los panistas de altura no paran en mientes, quieren ir hasta el mero fondo de su rapaz entreguismo. No les ha bastado con el penoso ejemplo de su legado al detentar el poder federal. Lanzaron a los mexicanos (Calderón) a una guerra cruenta y dolorosa y la elevaron, auxiliados por la propaganda externa, al grado de inaudita valentía. Traicionaron (Fox) lo que parecía y se esperaba fuera la consolidación de la vida democrática. Ambos presidentes, eso sí, continuaron la decadencia económica del país (2 por ciento de crecimiento del PIB promedio cada sexenio) aumentando, además, la desigualdad hasta límites grotescos. Su tercer lugar en las recientes elecciones (2012) fue inmerecido: debían de haber caído bastante más hondo. Las próximas serán su calabozo.