as prisas y su derivada, el famoso prontismo
de la política mexicana, nunca han trabajado en favor de las mejores causas nacionales. Este prontismo, con regularidad notable, involucra, por imponderable implícito, menesteres bastante alejados del bienestar colectivo. Conseguir favores especiales para individuos y grupos específicos ha sido, bajo tales circunstancias, experiencia común. También se empata con los negocios cobijados al amparo del poder; para trepar escalones burocráticos o con la acostumbrada palanca para impulsar la carrera de algún político con ambiciones incontrolables. Actuar con prisa en medio de emergencias o, simplemente, para diseñar soluciones de variada profundidad no es, ni de cerca, la ruta más efectiva para obtener resultados duraderos.
La congruencia entre las políticas públicas y los objetivos planteados como deseables –para los cuales se diseñan éstas– no siempre corren por los carriles adecuados, menos aún son concordantes o congruentes con lo perseguido. Lo común es que, bajo la presión del momento, las acciones se queden cortas, sean insuficientes o, como sucede en múltiples ocasiones, caigan en flagrantes contradicciones entre sí.
La planeación adecuada, esa que parte de diagnósticos basados en datos recogidos con paciencia y método, es un ave exótica y rara en el mundo de las decisiones abarcantes: esas que afectan la vida organizada y el destino de vidas y haciendas. Hasta las tareas que pueden ser catalogadas de menor calado exigen partir de un diseño cuidadoso y lo más pormenorizado posible. Una planeación que reúna y analice la mayor cantidad posible de requisitos siempre es deseable y no necesariamente será las más tardada o la más onerosa. Se requiere para ello considerar desde un inicio las fases temporales involucradas en el proceso. El concurso de aquellos que deben participar en el desarrollo de los programas es, quizá, la parte medular, esa que puede asegurar el feliz término de lo propuesto. Sin duda, los recursos que sustentarán la ruta hacia lo deseado nunca pueden escatimarse, tampoco ser achicados o retardados, so pena de quedarse cortos, a medio camino o, de plano, abandonarse por imprevisión. Estos y otros elementos integrantes de los debidos planes, como puede verse, generalmente se acortan o están, francamente, ausentes del quehacer público a la mexicana.
Lo común, en la práctica cotidiana, es desatar el movimiento de los aparatos administrativos con los mínimos considerandos. Las reformas llegan ante las cámaras ya condicionadas por la prisa. Se piensa que, los cambios, hay que hacerlos en fila, temprano, cuando se tiene fresco el mandato y a la mano el capital político indispensable. Darles cadencia, agrupar energías, movilizar recursos, preparar el terreno y alistar conciencias, son componentes, se piensa con frecuencia inusitada, que pueden compactarse según la urgencia.
Las prisas de la presente administración federal por introducir los que juzgan urgentes cambios para la transformación del país han pecado de varias fallas: la falta de cadencia en la ejecución es una de ellas. La pluralidad de los contenidos y de los actores es otra. La llamada reforma educativa porque erró en el diagnóstico: cargó el énfasis en el control burocrático de los maestros, pues los juzgó parte culpable del atraso y la mediocridad imperante. Se soslayó incluir a los mentores en el proceso de diseño y operación. La insuficiente y deteriorada infraestructura nunca fue tomada en cuenta, menos aún el método y los ingredientes de la calidad esperada. En la de telecomunicaciones, porque se inclinó la balanza hacia un grupo de presión: el duopolio televisivo, en perjuicio de la pluralidad y el ansiado desarrollo social. La misma reforma, presumida como hacendaria, pecó en cortedad y no se empató con el contexto económico dominante. Continúa favoreciendo a uno de los factores de la producción (el capital) y subordinando las necesidades populares a la continuidad de los privilegios. Ciertamente incluyó leves castigos fiscales para los intocables de antaño (2 por ciento a las ganancias en bolsa, 7.5 por ciento a las mineras y 10 por ciento a los dividendos), pero estos fueron tímidos y provocan reacciones desmesuradas que trabarán los resultados previstos. La energética, la joya de las propuestas transformadoras del oficialismo, en realidad incidirá en aumentar los enclaves del capital trasnacional y comprometerá el desarrollo de la fábrica nacional por muchos años en el futuro. Esta reforma está pensada para obtener recursos que, se piensa sin el debido sustento, sustituirán los escasos que el gobierno tiene en la actualidad. El alud de inversiones esperado no se materializará, al menos de inmediato, y dejará, eso sí y esparcida por todo el territorio, una seria irritación que irá aflorando con el tiempo y los avatares de los siguientes años.