l domingo siguiente de la graciosa concesión del voto a las mujeres, fui a un día de campo con mi familia, como era usual en muchas de éstas por aquel entonces. Mi bisabuela Margarita era una mujer recia, algo loca, que se comunicaba con los espíritus de los difuntos para pedirles consejo que ellos generosamente le daban. Vaya, era congruente con su época, y qué lástima que perdimos ese contacto porque antes solían hablarnos con facilidad; si hasta las decisiones del país fueron tomadas por algún mandatario siguiendo las instrucciones del espíritu de su hermano muerto a los cuatro años.
En fin, la vida había sido dura con la bisabuela Margarita quien, por cierto, conocía bien al presidente espírita. Y hablando sola y tejiendo encaje de bolillo es como yo la recuerdo. Sin embargo, los seres del más allá la tenían al tanto de la política que la hacía refunfuñar con frecuencia, como refunfuñamos ahora con los tiempos tan tristemente violentos que a muchos de nosotros han fracturado. En el caso suyo, uno de sus hijos perdió una pierna en la Decena Trágica
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Ese domingo fuimos a un campo muy verde, pero con hoyancos y pedregoso; ahí empezó ella a urgirme a una promesa categórica, total. Quería que a los veintún años, en mi mayoría de edad, me dedicara a buscar la presidencia de la República. Pero yo tenía trece y mis sueños eran otros. No estaba segura entre ser monja, torera o artista de cine. La presidencia quedaba bastante lejos de mis aspiraciones, pese a que mi abuelo, a quien yo mucho quería, contendió en 1909 contra Diego Redo para gobernador de Sinaloa perdiendo, claro está.
La bisabuela se fue exaltando cada vez más ante mi negativa. Y es que yo no le podía prometer en esos momentos algo tan definitvo que, por otra, parte, no se ha cumplido aún. Y con el tono machista, condescendiente, de nuestro tejido social no lo veo muy cercano, pese a algunas candidatas pasadas.
Así se fue pardeando la tarde y aparecieron las primeras estrellas en aquellos cielos límpidos de antes. La actitud de la anciana era más iracunda por instantes. Tú debes ser presidenta de México
resonaba en mis oídos. No puedo prometerlo. No puedo.
Entonces ella se apoyó en su bastón refunfuñando airadamente, tomó camino entre los pedruscos y se fue alejando mientras caía la noche.
Se me ocurre pensar que los adultos que recogían el tenderete del día de campo no se percataron del asunto. Y yo sólo la vi perderse en una oscuridad que se nos echaba encima y que me cuestionaba. ¿Qué me hubiera costado decirle que sí? Pero era una mentira que yo no quería decirle.
Cuando la familia se dio cuenta de la ausencia de la bisabuela, ya no se podía ver y menos verla a ella. Gritos, sofocos, invocaciones varias, pero ni rastros de la bisabuela. Y yo, que no me había atrevido a complacerla, me sentía culpable de su muerte segura. Era casi saberme la probable asesina de alguien que buscaba una posición de igualdad para las mujeres. ¡Y yo me había negado! ¡Me había negado!
Nos dividimos en cuadrillas para buscarla, a sabiendas de los hoyos ahora invisibles del sitio. Y cada tropezón mío agrandaba la culpa. ¿Por qué no ser presidente si por fin era posible, si la bisabuela confiaba en mis luces, si se iba a morir por mi negativa de servir a mi país? Al cabo de un tiempo, atisbamos una luz a la que caminamos niños y grandes. Y ahí, en la entrada de una casa campesina, en una silla con asiento de tule, estaba muy oronda la vieja señora quien frunció el seño al vernos. Mi corazón que traqueteaba lleno de remordimientos se fue calmando. Y no fui ni artista de cine ni torera, ni monja.
Desde hace unos días, con motivo del aniversario conmemorativo del voto para las mujeres y con la promulgación de un decreto sobre la equidad de género en las cuotas de las Cámaras, yo me pregunto qué pensaría la bisabuela. Pero no estoy segura, ya que existe ahora la posibilidad legal para las mujeres, pero la actitud de condescendencia que la envuelva apenas si ha variado un poco.