al vez el gobierno de Peña Nieto, con su secretario de Hacienda al lado, se esforzó por introducir cambios sustantivos a la economía nacional con su reforma hacendaria. O a lo mejor la presión de los dirigentes del PRD algo logró en favor de los de abajo, tal como aseguran por aquí y por allá sus amigables voceros. Tal parece que las bravatas de un PAN, con su frontal rechazo a la miscelánea en ciernes, permitieron cierto margen decisorio adicional. Es posible que los ríspidos tiempos de la República también influyeran en los contenidos impositivos para rebajar la catadura de las modificaciones adelantadas por el PRI.
Lo cierto es que la entrada de cuerpo entero y graves voces del empresariado de alto nivel han retocado el rumbo final de la propuesta en curso de aprobación. Hasta los medios de comunicación externos, de esos con peso en la formación de mitos y terrores, intervinieron para dar voces de alerta por una factible contaminación hacia empresas trasnacionales de bebidas, dulces y botanas. Pinceladas que le faltaban a la alardeada reforma estructural para levantar ámpula.
El resultado está a la vista de la ciudadanía: un apretado ensamble de castigos a los contribuyentes que poco agrandarán la hacienda pública (1.7 por ciento del PIB) y mucho molestarán a los cautivos de clase media, empresariado y a los trabajadores del país. Nada augura que, con la aprobación del Congreso, dicha propuesta se convierta en acto soberano de alta política: uno que lleve insertado el deseado desafío a los grupos de presión o, más allá todavía, plante cara a los lineamientos del modelo neoliberal que atenaza la marcha de la economía, la justicia social, la paz y el crecimiento. Las modificaciones recién aprobadas por los diputados revelan un conjunto poco armónico de ajustes menores que poco aportarán al desarrollo y, menos aún, a la pretendida transformación del sistema imperante presumida por el priísmo. Lejos quedaron los reclamos de sentar una ruta para liberar al fisco de su dependencia respecto de los ingresos petroleros. ¡Ah! Pero eso sí, describe, casi a la perfección, los alcances y la voluntaria sujeción del oficialismo federal a un preciso modo de conducir los asuntos públicos. Modo que se apega, con precisión, a los imperativos de continuidad del modelo en boga.
La miscelánea fiscal, en golpeado tránsito por el Congreso, con sus sumas y restas, refleja con crudeza la íntima convicción y los compromisos de la administración de Peña Nieto. Y este apego habla de suavidades hacia la plutocracia y de poca sensibilidad ante las necesidades populares. No hay de otra ni hacia dónde hacerse para ocultar lo obvio. La consolidación fiscal, tan cara al empresariado de nivel quedó casi intocada. Se seguirán difiriendo los impuestos, no a cinco años pero sí a tres. Al cabo de esas calendas, permitidas dizque para mantener la competitividad con el exterior, ya sobrevendrán perdones impositivos en pos de una recaudación urgente y todo volverá a los viejos tiempos de las quitas masivas. Y qué decir de la progresividad, aumentada –¡oh manotas incautatorias!– hasta 34 por ciento de aquellos cuyos ingresos rebasan los 3 millones de pesos anuales. En los países de la OCDE, con todo y las desgravaciones impulsadas por la fuerza de los enclaves financieros centrales, el rango llega, en promedio, a 42.5 por ciento para similares niveles de ingresos. Aun las amenazas, muy de moda mundial, del inminente peligro de huida de los ricos y sus capitales a otros países con menores castigos impositivos se tornan risibles. ¿Adónde irían? ¿Acaso a Burundi, a Hong Kong, Jamaica o a Panamá? ¿Dónde encontrarán reposo a sus angustias tales caballeros afortunados? ¿Seguirán la ruta del actor francés (Depardieu) que se exilió en Bielorrusia para evadir su contribución? Este pliego exiliatorio es puro terrorismo virtual. Son lugares comunes entre las pujas a la hora de preservar privilegios y rechazar tasas que respondan a un afán distributivo. Es también usual amenazar, a los responsables de tomar las decisiones hacendarias o a los legisladores, con inhibir a los inversionistas, entorpecer el crecimiento o diluir el empleo. Todo este panorama fantasmal es, con simpleza evidente, la parafernalia acostumbrada, concomitante con estos menesteres dolorosos para el bolsillo de muchos y para las arraigadas ambiciones de otros pocos. Pero lo notable en la experiencia normal, lo que dicen los datos empíricos, y los análisis derivados de las estadísticas registradas en varios países y momentos distintos, hablan de crecimientos ciertos y hasta acelerados obtenidos bajo regímenes impositivos estrictos. Cuando las haciendas públicas recaudan montos mayores a 35 por ciento del PIB por la vía fiscal, las sociedades se desarrollan mejor que aquellas, como la mexicana, con ingresos públicos raquíticos (10 por ciento)
La miscelánea fiscal del presidente Peña Nieto poco aumentará los recursos presupuestales; sin embargo, mucho habla de sus ineludibles compromisos y alianzas con aquellos que saldrán beneficiados. No se pueden pasar por alto algunos aciertos de la miscelánea. Los gravámenes a las mineras es uno, inicial e incipiente todavía ante el mal que hay urgencia, al menos, de paliar. Similar asunto, aún en disputa, es el que toca (10 por ciento) las utilidades obtenidas en bolsa, un viejo reclamo que circula por el orbe entero. También es destacable el rumbo intentado para combatir la obesidad, un problema que ya es endémico e insostenible. Pero las implicaciones de este ensayo fiscal respecto de la pendiente reforma energética son las que darán los toques gruesos al continuismo conservador y entreguista de la administración actual.