Opinión
Ver día anteriorMartes 17 de septiembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Arenas movedizas
I

nvitados por nuestro amigo Henri Legoubin, pasamos unos días en Normandía, en la ciudad veraniega de Coutainville, junto al mar de la Mancha. Como su casa se encuentra justo al borde de la playa, nuestras ventanas se abrían a un paisaje excepcional.

Enfrente, las islas anglonormandas, Chausey, Jersey, Guernesey, esa isla donde Víctor Hugo vivió los años de exilio voluntario bajo el segundo imperio de Napoleón III a quien él llamó Napoleón-le-petit, y, justo a nuestros pies, la playa removida sin cesar por el movimiento perpetuo de las mareas.

La primera impresión, muy agradable, es la de respirar mucho mejor que en París. El aire vivaz, el viento, el ruido de las olas son un regalo para nariz y oídos.

A menos de 50 kilómetros de carretera, se levanta el célebre e imponente Mont Saint-Michel, el cual puede percibirse por todos sus lados si se circula a lo largo de la costa.

La atracción de este monumento histórico es tal que recibe la visita de más de 3 millones de turistas cada año. ¿Cómo no ceder a la tentación de visitarlo?

La primera sorpresa al llegar al sitio no fue la visión de esa joya del gótico, sino la importancia de las nuevas instalaciones que proliferan a su alrededor.

Estacionamientos interminables, gigantescas construcciones para albergar oficinas y miles de empleados que administran el funcionamiento del lugar.

Todo indica un nuevo episodio en la historia del Mont Saint-Michel con sus millones de visitantes: el de una vasta empresa moderna más que del milagro arquitectónico del pasado.

Un doble sentimiento atraviesa el espíritu del visitante cuando escala, con valor admirable, los cientos de escalones para poder acceder a la belleza de la abadía, el claustro, las salas de comedores, de oración o de caballeros y huéspedes.

Sentimientos distintos: el deslumbramiento ante las proezas de los constructores, la altura asombrosa de la nave de la abadía, la delicadeza del claustro, la robustez de los pilares, y la admiración por el savoir-faire de los comerciantes instalados en la tiendas dispuestas a ambos lados de la calle antigua y estrecha que debe escalarse antes de comenzar la ascensión de las escaleras que conducen al fin a la abadía.

El excelente conferencista, François Saint James, quien guía visitantes interesados por la historia, es consciente de este fenómeno.

Bromea sobre la prisa de algunos turistas, más deseosos de la famosa omelette de la mère Poulard que de ahondar los misterios de la historia o de la arquitectura medieval.

Este experto –uno de los 25 habitantes del peñasco– conoce México y nos confiesa que los escalones de las pirámides pueden ser más peligrosos, y no sólo para los cardíacos, que las del Monte.

Su historia es, sin embargo, apasionante. Según la leyenda, el arcángel San Miguel aparece durante el sueño, en el siglo VIII, al obispo de Avranches, el abad Aubert, para pedirle construir un templo en su honor, semejante al del Monte Gargan en Italia.

El abad obedece y lo erige en el Mont Tombe. Con los siglos, las construcciones aumentan la altura de 90 metros del monte a los 170 que alcanzan con la abadía, su flecha y la estatua del arcángel con su espada elevada hacia el cielo.

Ambición, delirio y desmesura, nueva torre de Babel, no son imaginables, ni para un ateo, sin la voluntad imperiosa de un arcángel.

Lugar de peregrinaje, convento, fortificación frente al invasor inglés durante la Guerra de Cien Años, prisión ya en la Edad Media, sus calabozos encierran en el XIX, entre otros, a los republicanos Barbès y Blanqui, el Mont Saint-Michel es hoy el tercer monumento más visitado de Francia y su destino histórico.

Actualmente, se realizan trabajos para devolverle su carácter de isla rodeada de agua cuando sube la marea.

Los turistas se estremecen al evocar las arenas movedizas que deja al descubierto la marea baja donde se hunden hombres y se abisman también sueños y recuerdos. Y la Historia, no sólo del Mont Saint-Michel.