a propuesta fiscal del gobierno del presidente Peña Nieto no se despeñó en lo que muchos consideraban fatal o inevitable y otros obligado y correcto. El gobierno, en efecto, no propuso aumentos en el IVA ni su extensión a las medicinas y los alimentos: prefirió explorar la ruta de los impuestos a la renta, en especial la de las personas físicas con ingresos medios y altos.
También propone gravar las ganancias provenientes de la inversión en el mercado de valores y aplicar el IVA a las colegiaturas y las rentas de habitaciones. En un sentido similar, de aparente o real búsqueda de equidad, se busca gravar con una tasa de IVA similar a la del resto de la República los gastos que se realicen en las zonas fronterizas.
Hay mucho de qué hablar frente a una propuesta que se presume parte de una gran reforma social redistributiva, dirigida a proteger a los más débiles y vulnerables, a través de diferentes medidas, algunas de ellas promisorias como la del seguro de desempleo o el inicio de una pensión en verdad universal. Lo mismo puede decirse del nivel de gasto que se quiere ejercer el año entrante: los diputados tendrán que pedir a Hacienda explicaciones claras y precisas sobre su composición e implicaciones financieras y productivas.
La jornada constitucional sobre las finanzas del Estado apenas empieza, pero tendrá que concluir a finales de octubre en otra carrera contra el reloj que, por lo que está en juego, debería haberse iniciado tiempo antes. El reloj legislativo sigue fuera de tiempo.
Pero lo que importa, por ahora, es preguntarse por el sentido de la reforma tributaria y lo que las furibundas reacciones públicas ante ella nos dicen sobre el alma mexicana. La reforma puede ser un nuevo y buen principio en materia fiscal para México, después de tantas y frustrantes intentonas
. Poner por delante objetivos sociales para articular los arreglos fiscales, dejar atrás la necedad del déficit cero, puede ser trascendente porque compromete al gobierno y el Congreso con unos propósitos que suelen perderse en el maremágnum presupuestal e impositivo y así darle otro sentido al Estado y su gasto, así como a las contribuciones de los ciudadanos.
Concretarlo será tarea central de los legisladores y de la Auditoría Superior de la Federación, que tendrán que actualizar sus modos de operación y comunicación para dejar atrás la rutina de juzgar a toro pasado. Los diputados tienen en este aspecto una deuda con la ciudadanía que deberían saldar cuanto antes. Más allá de sus pancartas y gritos y sombrerazos, lo que requerimos es información oportuna y de calidad sobre las implicaciones de impuestos y gastos, sobre quiénes pagan y quiénes no lo hacen, o lo hacen por debajo de lo establecido, y un largo etcétera. Una labor fundamental que los parlamentarios han soslayado, a pesar de tener los instrumentos para hacerlo.
Poner por delante los impuestos a los ingresos altos y medios podría cambiar el sentido de la misión fiscal del Estado. Sin embargo, en la propuesta no reina un principio de equidad efectiva, porque no diferencia entre los niveles ricos y los que no lo son y grava con la misma tasa los ingresos medios, los altos y los súper altos.
Si de avanzar en equidad se trata, los diputados deben exigir que se avance en esta tarea crucial para la credibilidad y legitimidad del fisco, de por sí deterioradas por los excesos en el gasto público y las fechorías en los estados. Los unos por cientos que habitan el penthouse de la escala distributiva deben dejar de ser los intocables y desconocidos de siempre: el SAT debe informarnos con claridad sobre sus contribuciones y abatir esta impunidad que algunos han vuelto cultura.
Lo mismo puede decirse del impuesto a las ganancias en bolsa: qué bueno que se hayan por fin propuesto; lo que falta es que se acumulen con el resto de los ingresos para que haya una real y creíble progresividad fiscal.
Qué bien que se anuncie el fin de una oprobiosa práctica de consolidación
que auspició abusos inaceptables por parte de grandes corporaciones, pero ello no debería servir para soslayar el tema de la acumulación de las ganancias empresariales. Lo que aquí importa es un compromiso con la inversión y el empleo que no se resuelve con los anuncios espectaculares de inicio de gobierno ni con las exigencias chantajistas de la cúpula al gobierno.
¿Por qué no se explorar otros impuestos, como el de las transacciones financieras, las herencias y legados e incluso el del patrimonio? Esto debería ser parte del debate y explicado a satisfacción por el secretario de Hacienda a los diputados y senadores, quienes deberían preguntárselo; hoy, por desgracia, los legisladores y sus burbujas parecen empeñados en descubrir qué significa el interés general
, para disfrazar su casi histérica defensa de intereses particulares, como el del IVA en la frontera o en las colegiaturas, que ha llevado a muchos a vestirse de monaguillos y formar filas con los propietarios de escuelas privadas, muchas de ellas confesionales y, las más, auténticas máquinas de hacer dinero a costa de los temores o prejuicios de algunos sectores medios minoritarios, justificados sin duda por el deterioro al parecer imparable de nuestra educación pública.
La propuesta no parte
a la clase media ni es un atentado contra los mexicanos pobres y más pobres que forman la mayoría. Pero su sentido justiciero, su pertenencia a la reforma social redistributiva que requiere México, está por verse y probarse.
Por lo pronto, los intereses creados minoritarios se erigen en defensores de la justicia, la equidad y la salud de las clases medias, en una alharaca que oscurece la profunda desigualdad y la pobreza mayúscula que nos marcan y ponen en peligro real e inminente nuestra convivencia. Se admita o no, este tiempo mexicano está cruzado por una puja distributiva en la sombra y los sótanos, expresada en la violencia criminal y la huida interior de los jóvenes a la inactividad, el desempleo permanente o la anomia, la opción por el crimen organizado o el peligroso paso del norte.
La historia del fisco es en gran medida la historia de las sociedades. Su historiografía es un buen retrato de las relaciones sociales que organizan la vida en común. Lo que hoy tenemos y que los privilegiados defienden dizque para cuidar el interés general
nos retrata de cuerpo entero como una comunidad partida por la injusticia y la indefensión de los más débiles, que forman mayoría.
De esto tendrían que ocuparse en serio los gobernantes. No de buscar cómo poner de nuevo la carreta delante del caballo para llevarnos a una parálisis fiscal ominosa, porque encerraría la aceptación de que, como sociedad, no podemos defendernos de las crisis ni asumir con claridad nuestras lacras y omisiones en materia de solidaridad y cooperación sociales.
Ojalá y en diciembre no tengamos que hablar de otra oportunidad perdida. Podría ser la última.