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Vox Libris
Poetas y narradores ensayistas
Periódico La Jornada
Domingo 8 de septiembre de 2013, p. a16

Rabrindanath Tagore, el delicado poeta de la India, primer Premio Nobel no europeo en 1913, a quien se le reconoció por su poesía lírica inocente, como de niño, fue también un ensayista político de devastadores argumentos.

No ha sido el único poeta o narrador que ha incursionado en el ensayo y en los debates políticos nacionales e internacionales, pero es raro encontrar editoriales que se interesen en presentar esa faceta de los escritores.

La editorial Taurus ha venido publicando una colección dedicada a descubrir las caras ocultas de algunos de los grandes escritores de la historia. La serie tiene el nombre de Great Ideas, así, en inglés, porque los tomos fueron originalmente publicados por Penguin Books, la legendaria editorial neoyorquina.

Entre las obras está el texto de Tagore bajo el título de Nacionalismo (Taurus, 2012, 102 páginas, 85 pesos). Se trata de una crítica de los conceptos de nación y nacionalismo y de cómo irrumpió Gran Bretaña en la India con un discurso que trastocó la vida de la sociedad india, que durante milenios vivió exclusivamente para enaltecer el espíritu y no las banalidades de la materia.

La Nación –así, con mayúscula– es el egoísmo organizado, definió Tagore. Eso explica porque Gran Bretaña se valió de las castas dominantes de la India y las llevó a educarse en Londres para imponer el libre comercio y un modelo político de dominación basado en el conocimiento científico (cualquier parecido con las élites gobernantes de México y América Latina y su relación con Estados Unidos podría considerarse mera casualidad).

La India es un conglomerado de unos 20 pueblos que durante milenios vivieron bajo el mando de distintos sátrapas, sin reparar en quién era el gobernante en turno, mientras que su vida espiritual no fuera alterada. Por eso es que los británicos llegaron a Calcuta criticando su indiferencia ante la ciencia y el poder.

Se dice que nuestros ideales orientales son estáticos, que nada nos impulsa por las nuevas sendas del conocimiento y el poder, pero este argumento, afirma Tagore, demuestra que cuando solo conocemos algo por encima, tendemos a adscribir vaguedad al objeto de nuestro conocimiento. A los ojos de un observador occidental, nuestra civilización parece pura metafísica, igual que a un sordo la interpretación de un pianista le parece mero movimiento de dedos y no música.

Europa, esgrimió el poeta, no entiende la espiritualidad oriental, porque dejó en la Edad Media la conciliación entre la carne y el espíritu, y cedió ante la formación de las naciones.

Del corazón de Europa han brotado el amor más puro, el ideal de la justicia y la capacidad de autoinmolación por los ideales más elevados... Europa es benéfica en grado sumo cuando vuelve su rostro hacia toda la humanidad. Pero cuando solo contempla sus propios intereses, utilizando todo su poderío y grandeza para fines opuestos a lo infinito y lo eterno que hay en el hombre, es sumamente malvada y maléfica, remata Tagore en un libro que tiene mucho de actual.

Twain y Shakespeare

La colección de Taurus incluye un texto de San Agustín que lleva el provocador título de Confesiones de un pecador. Está también un tomo en el que Emmanuel Kant se baja de su elevada retórica sobre las causas espirituales de la realidad y explica por sí mismo la Ilustración, la corriente histórico-filosófica a la que pertenece.

La revelación de los filósofos o de los poetas en el campo de la ensayística abarca también a uno de los grandes narradores de la lengua inglesa, el novelista estadunidense del siglo XIX, Mark Twain, quien fue igualmente un humorista (el seudónimo de Twain, para empezar, fue tomado de una expresión de los navegantes del Misisipi que significa marca dos brazas, que indica una distancia marítima y que el mismo Samuel L. Clemens, el verdadero nombre de Twain, escuchaba de peones y oficiales de barcos).

En su brinco de la narración al ensayo, Twain escribió una disertación titulada ¿Ha muerto Shakespeare? (Sequitur, 2010, 93 páginas, 65 pesos) con la que en 1909 se metió de lleno a la polémica surgida en la segunda mitad del siglo XIX acerca de si el dramaturgo y poeta inglés fue realmente el autor de sus 34 obras, incluidas las más grandes, como Hamlet y El mercader de Venecia.

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Para principios del siglo XX había ya 80 distintas hipótesis sobre quién pudo estar detrás de la obra shakespereana, pero Twain creía que el autor pudo ser el filósofo inglés Francis Bacon. Otros reconocidos pensadores de la época, como Sigmund Freud y Friederich Nietzche también pusieron en duda la autoría de Shakespeare y lo hicieron públicamente.

Nacido en Stratford, Inglaterra, Shakespeare fue hijo de un hombre iletrado, en cuya casa no hubo nunca un libro, apuntó Twain, quien afirma que la única pieza escrita por el inglés –sobre la cual sí existe la certeza de que él la creó– fue el epitafio de su tumba en su pueblo natal, un texto rimado, de mal gusto, que maldice a quien se atreva a cometer una profanación.

Twain dice que todos aquellos que afirman que Shakespeare sí compuso letra por letra sus obras, en realidad sustentan sus hipótesis en presunciones, suposiciones e inferencias sin base real, sin un solo documento que lo pruebe. Por el contrario, se sabe que el presunto escritor de Romeo y Julieta estuvo tan alejado de las letras y la ciencia, que durante algún tiempo se empleó como carnicero.

Quien lea la obra de Shakespeare puede darse cuenta de que el autor posee un conocimiento profundo y detallado de la jurisprudencia inglesa y del argot de abogados y jueces, que va más allá del estudio ocasional o de la efímera investigación con fines literarios. Y lo mismo podría decirse de su conocimiento de los círculos reales y de la nobleza británica de los siglos XVI y XVII en los que vivió Shakespeare, de quien sí se sabe que fue actor por un tiempo, convertido luego en empresario del teatro en Londres y comerciante de bienes raíces en Stratford.

En la reconstrucción de la vida del escritor, los biógrafos han actuado como los arqueólogos que reconstruyen dinosaurios con un hueso y muchos kilos de yeso, observó Twain, quien escribió su ensayo –lleno de destellos humorísticos– 11 años antes de que surgiera la hipótesis más creíble hasta ahora, acerca de que el auténtico creador de las obras shakespereanas fue otro inglés llamado Edward De Vere.

Sea cual fuera el verdadero autor, lo cierto es que la grandeza de la obra de Shakespeare está fuera de duda.

La misma editorial Taurus tiene en su serie Great Ideas una selección de textos shakespereaos que dan cuenta de su conocimiento de la filosofía política, la ciencia y el ejecicio del poder, aunque no se trata de ensayos que signifiquen un cambio de género literario.

La editorial española Sequitur también tiene una colección de ensayos escritos por personajes que aparentemente nada tienen que ver con el tema de la obra que les dio nombre y fama, como es el caso de Karl Marx, quien dedicó un pequeño volumen a la vida de Simón Bolívar.

En la historia de la literatura hay muchos más casos de escritores que dieron ese paso de un género a otro. En México tenemos el caso del poeta Octavio Paz, que cimbró a la sociedad mexicana con su estudio antropológico y sicológico titulado El laberinto de la soledad.

Algo similar ocurrió con los ensayistas Justo Sierra y Alfonso Reyes, quienes incursionaron en ciertos momentos de su vida intelecual en el periodismo de opinión, escribiendo artículos desde Estados Unidos (Marcos Daniel Aguilar, Un informante en el olvido: Alfonso Reyes, CNCA, 2013, 206 páginas, 130 pesos).

La lista puede crecer todavía más. Y no deja de sorprender el dato de que H. G. Wells, famoso por sus obras de ficción La máquina del tiempo y La guerra de los mundos, es poco conocido por su faceta de historiador y por su erudita Breve historia del mundo, que escribió a principios del siglo XX. De modo que Tagore está bien acompañado en el mundo de la ensayística, ahora que se cumple el primer centenario de su Premio Nobel de Literatura.

Texto: Guillermo G. Espinosa

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